¿Dónde están los otros?

 

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El título de este artículo se corresponde con una pregunta que mi padre, enfermo de alzhéimer, sé que hace a menudo: «¿Dónde están los otros?»

No la formula cuando yo estoy con él, aunque en más de una ocasión me ha hecho preguntas similares como: “¿Y no hay nadie más?” O, “¿no viene nadie más?” O “¿no iba a venir no sé quién?”

No sabemos exactamente a quién se refiere con “los otros”, cuando lo dice. Él no puede explicarlo, aunque se le pregunte por la identidad de esos “otros” y creo que generalmente tampoco encuentra la respuesta entre las sugerencias que se le hacen.

Yo tengo la impresión de que “los otros” no tienen una identidad fija, aunque sí están ligados a un concepto fijo que se podría explicar como el deseo implícito de estar en compañía de otras personas. Esos “otros” aparecen porque probablemente experimenta sensación de soledad en muchos momentos y formulando la pregunta hace explícito de algún modo su sentimiento.

Patio de butacas del colegio todavía vacío. Completamente.

Ahora que prácticamente sólo recuerda en momentos determinados algunos episodios difusos de su infancia, y anécdotas y hechos dispersos, creo también que en ocasiones “los otros” podrían sus padres y sus hermanas o bien algún primo o familiar al que estuvo muy unido. No aparecen a la hora de la cena como tal vez él presupone que van a hacer o querría charlar un rato con ellos y no sabe dónde encontrarlos.

En realidad, quiero hablar de esta frase desde otra perspectiva que tiene que ver con lo que a mí me ha hecho pensar. Tiene que ver con las personas que han formado parte de la vida de los enfermos de alzhéimer, (no me refiero sólo a mi padre, sino a todos) y acaban por desaparecer de ella, a causa de la enfermedad. He estado reflexionando sobre ello y entiendo que sea así, aunque me gustaría poder hacer algo para que fuera de otro modo.

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A medida que los recuerdos desaparecen, la relación con otras personas del entorno cotidiano cercano empieza a revestir complicaciones. Se vuelve incómoda a causa de la incomprensión que sufren ambas partes muchas veces.

Las personas con las que los enfermos se relacionaban habitualmente antes de la enfermedad no comprenden que no puedan acordarse de ellas. Especialmente cuando empiezan a producirse este tipo de situaciones. Cuando coinciden, se esfuerzan por hacer emerger en la conversación múltiples detalles que los hagan recordar los momentos y circunstancias que han compartido juntos.

Los enfermos, por mucho que lo intenten, no comprenden qué hacen esas personas que tienen la impresión de no haber visto en su vida, intentando convencerles de que han hecho cosas juntos que no recuerdan en absoluto. Sienten desconcierto y se sienten incómodos de oír repetidas veces frases como: … «sí, ¿no se acuerda?»… «pero como puede ser si … ¿no se acuerda?».

Pues no, no se acuerdan ni lograrán hacerlo probablemente porque no depende de su voluntad que lo hagan sino de la enfermedad, que no se los permite. Ésta les va arrebatando progresivamente los fragmentos que configuran su biografía. Sus identidades se diluyen irremisiblemente y con ellas, también las de “los otros”.

Eso también explica, creo, que los enfermos no puedan entender que tengan la edad que tengan. No encaja con sus recuerdos porque éstos han desaparecido. ¿Cómo van a tener 86 años si no recuerdan haber vivido y tal vez al levantarse por la mañana han expresado su intención de ir al colegio? No se va a la escuela con 86 años y eso, a veces, sí lo saben.

Anotación de mi padre sobre uno de los diseños de uno de sus cuadernos de dibujo

Encuentro coherencia en este no reconocimiento de la edad. Sus cerebros ajustan los años que presuponen que tienen, aunque no lo digan, a la cantidad de recuerdos que conservan, aunque sea de forma difusa. Por eso, probablemente, también expresan que se sienten capaces de hacer cosas que a los demás nos parecen impensables, aunque luego no las hagan realmente. Hablo de cómo se perciben a sí mismos. Ellos se perciben capaces y el entorno todo lo contrario. Resulta complejo combinar ambas perspectivas.

“Los otros” acaban por sentirse incómodos cuando coinciden con los enfermos. Los que antes fueron sus amigos, clientes, compañeros de asociación, vecinos y un largo etcétera. A pesar de sus bienintencionados esfuerzos no consiguen hacerse un lugar en sus cabezas y acaban generalmente por evitar los encuentros. Creo que resulta explicable. Cuando desaparecen de las cabezas de los olvidadizos enfermos de alzhéimer no resulta fácil comunicarse con ellos. No lo es para su entorno más íntimo y privado, así que con más razón para los que no pertenecen a él.

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Hay otra razón que yo creo que también contribuye a hacer difícil la comunicación con estos enfermos y se da cuando “los otros” no saben qué les pasa. No suele hablarse abiertamente de la enfermedad y menos si ellos están presentes (o así debería ser). Y aunque se hable, tengo la impresión de que hay vivir cerca del alzhéimer para entender cómo se manifiesta. Tampoco es fácil abordar el tema y dar explicaciones, ni se presentan a menudo ocasiones de hacerlo.

Los “otros” sencillamente empiezan a notar que a aquellos a quien hace años que conocen les pasa alguna cosa. No saben qué, aunque algunos tal vez se lo imaginan. Adoptan actitudes muy diferentes: tratan de hacer preguntas disimuladamente, hacen gestos de extrañeza, lanzan miradas de complicidad, sonrisas forzadas, sonrisas cordiales y palabras amables, etc. Un amplio catálogo de posibilidades que revelan posiciones diversas y también cómo se sienten “los otros”. Muchas veces no saben cómo afrontar la conversación. No están preparados para ello.  Lo entiendo perfectamente. Nadie lo está de antemano, hacen falta muchas horas de práctica y aún así no siempre es fácil.

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A medida que la autonomía de los enfermos se reduce y disminuyen habilidades y capacidades, el círculo de personas con las que mantiene relación mengua sin remedio.

Y cuando ello ocurre, la pregunta que hace a menudo mi padre adquiere un sentido genérico.

¿Dónde están los otros?

 

Es como si se ampliase su significado y ese “otros” englobara a un “OTROS” mucho mayor que unas pocas personas en concreto de su vida.

Cuando el círculo de relaciones se reduce para el enfermo, también lo hace para la persona que lo cuida.

Soledad y alzhéimer acaban por ir de la mano.

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Y “los otros” tal vez se pregunten qué debe haber pasado con el olvidadizo señor X o la olvidadiza señora Y. Durante una temporada los siguen viendo en compañía de otras personas, pero con el tiempo acaban por dejar de verlos. Desaparecen de sus vidas, aunque probablemente no de sus cabezas, por lo menos durante un tiempo, que estimo podría ser proporcional a la calidad de la relación que tuvieron con dichas personas.

Bajo el roble, “a lo Thoreau”

La autonomía de los enfermos de alzhéimer, como mi padre, decrece inexorablemente. Es un problema que repercute en la persona que lo cuida y acaba exigiendo de ella una atención de 24 horas al día sin interrupción.

Los que no somos cuidadores, sino acompañantes ocasionales habituales, como es mi caso, podemos ejercer un papel diferente al de las personas que además de intentar cuidarse a sí mismas, los cuidan a ellos durante todo el día.

Una de las cosas que yo me planteo es aprovechar el tiempo que paso con mi padre para hacer lo que yo llamo actividades conjuntas. El concepto es bien sencillo: en vez de salir a pasearlo, salgo de paseo con él. En vez de sentarlo bajo el roble, nos sentamos los dos juntos, y pasamos el rato “a lo Thoreau”.

La diferencia puede parecer sutil, pero es substancial. Se trata de compartir en todos los sentidos estos ratos en los que podemos estar juntos.

Hace unos días oí una referencia a un destacado escritor americano del siglo XIX: Henry David Thoreau.  Reconozco que no lo conocía y que me hizo pensar en mi padre. Vivió de 1817 a 1862 y algunas de sus ideas son de una vigencia que resulta casi sorprendente. Me ha resultado sencillo encontrar información sobre él, y ya he empezado a leer uno de sus libros más conocidos: “Walden o la vida en los bosques.”

Si Thoreau me hizo pensar en mi padre fue porque escuché que reivindica el goce de las pequeñas cosas, los paseos por los bosques, por los prados, en contacto con la naturaleza y disfrutando de ella con todos los sentidos: de los colores, las formas, las texturas, las fragancias, los sonidos:  crujidos, revoloteos, brisas, vendavales, agua corriendo, etc.

Mi padre siempre ha disfrutado de estas cuestiones, y lo sigue haciendo, a pesar del alzhéimer. Es capaz de apreciar y valorar sencillas cosas que le aporta el contacto con la naturaleza. Ahora pienso que el artículo que titulé: “Los Montes”, constituye un buen ejemplo.

Thoreau ha sido ya objeto de atención en nuestras conversaciones diarias por teléfono, junto con otras cuestiones. Pero lo que quiero ahora contar se refiere a compartir momentos a “lo Thoreau” si se me permite la expresión. A compartir el goce por las sencillas cosas que ofrece un espacio natural.

A 10 minutos escasos en coche desde el domicilio familiar, hay un rincón que a mi padre le fascina. Pertenece a una finca de agricultores que cultiva verduras de temporada y las vende al detalle y también abastece algunos comercios y restaurantes de la zona. En el extremo de la finca hay un roble magnífico junto a una balsa habitada por peces de colores y un par de tortugas.

Bajo el roble, a la sombra, hay dos bancos de madera orientados hacia el mar. Éste se divisa ocupando todo el horizonte. La temperatura es magnífica. Sopla siempre una ligera brisa marina.

El interés familiar por los productos hortícolas frescos y la predisposición de mi padre para salir a pasear, aunque sea en coche, han propiciado que descubriéramos este rinconcito y ahora lo visitemos deliberadamente para disfrutar de él, “a lo Thoreau, tal como he comentado antes.

Mi padre se queda acomodado en el banco mientras yo voy hasta el cobertizo donde se adquieren las verduras recién traídas del campo. Me entretengo unos minutos con el propietario hablando del huerto y de la vida. Le digo que si no tiene inconveniente nos quedaremos un buen rato bajo el roble y también daremos a los peces un poco de pan seco que hemos traído. Nos invita a pasar tanto tiempo como nos apetezca y me cuenta lo mucho que él disfruta bajo el árbol.

Cuando vuelvo, mi padre está relajado y fascinado con la impresión que le causa el lugar.

“Oye, esto es fabuloso”, me dice.

“A mí también me lo parece”, le contesto

Tiene una ramita en su mano que ha ido rompiendo en trocitos. Me la enseña:

“Oye, ¡hasta esto es fabuloso!”

Le miro con una amplia sonrisa y asiento sin decir palabra. Capto lo que quiere decir. Se refiere al tacto de la ramita en su mano, al sonido que hace al partirla, a los trocitos desordenados que ahora tiene sobre la palma de la mano. El suelo está lleno de ellas y se ha agachado a recoger una. Hay también hojas, algunas bellotas y muchas piedras redondeadas.  Nos fijamos los dos en las pequeñas cosas que percibimos y hablamos sobre ellas. Las hojas, las ramas, la corteza del árbol, los pájaros que presumiblemente se posan en él, etc.

Introduzco a Thoreau en la conversación, le vuelvo a contar quien es, y lo que pienso que tenemos en común los tres. Le hablo de mis planes de leer alguno de sus libros y de compartir con él mis impresiones sobre la lectura. Rememoro con imprecisión alguna de las frases que he estado recopilando de él y comentamos su contenido. El espacio resulta idóneo:

Ahora las reproduzco con exactitud:

“Hay muchos que se van por las ramas, por uno que va directamente a la raíz”.       

El más rico es aquel cuyos placeres son los más baratos

                                                                                                             H.D. Thoreau

 Disfrutamos de la charla, de la vista, de la temperatura, de la brisa y del sonido del agua cayendo en la balsa, que a mí me transporta a los jardines del Generalife de Granada. Los visitamos hace muchos años y recuerdo que él fue quien me explicó sobre los ingenios que habían hecho los arquitectos árabes de los jardines para poder regar y hacer llegar el agua a todas partes, mediante acequias y otros sistemas. Presumo que él transita mentalmente por las afueras de su Málaga natal. El puerto se ve a lo lejos y comenta lo mucho que está cambiando el entorno.

Abandonamos la sombra del roble y seguimos disfrutando de los peces, sentados ambos en el muro de la balsa. Sólo con agitar el agua con las manos aparecen como por arte de magia. Los hay de todos los colores y alguno tiene un tamaño considerable. Nos sobresalta uno que mide un par de palmos y se lanza sobre un currusco de pan.

Decide probar a darles a comer de la mano. Se inclina, la introduce en el agua y espera que se acerquen a mordisquearle el pan que sujeta con los dedos, pero no tarda mucho en retirarla.  Lo hace cuando aparece una tortuga que también parece sentir interés por el pan y nada elegantemente buscando las migas que ambos hemos ido lanzando al agua.

 

 

Cuando nos marchamos, decidimos que volveremos en cuanto podamos a pasar un rato bajo el roble porque a los dos nos parece un sitio realmente fabuloso.

20 mg. de memantina y HDAC2-Sp3

 

Hace ya días escribí un artículo a raíz de la nueva medicación que empezó a tomar mi padre para el alzhéimer, que titulé: Memantina y glutamato.  En aquel momento no estaba tomando todavía la dosis recomendada porque la toma se realiza de forma progresiva durante un mes, hasta llegar a los 20 mg.

Al final del artículo escribí “¡Viva  la risa! (¡y la memantina!)”, ésta última entre paréntesis, porque no me atreví entonces a atribuir a la medicación, la magnífica conversación que aquel día tuve con mi padre. Sin embargo, de lo que no tenía duda era de que los momentos de risa y buen humor que habíamos compartido, habían tenido efectos absolutamente beneficiosos (para ambos).

Hoy ya no tengo ninguna duda sobre el efecto que ha hecho en mi padre la memantina: no sólo ha conseguido frenar el deterioro, si no que da la impresión de haber mejorado en algunos aspectos. Lleva ya bastantes días tomando 20 mg diarios. Sé que no todos los pacientes reaccionan de la misma manera, pero en cualquier caso creo que él pasará a engrosar la lista de aquellos que han experimentado una mejora considerable.

La memantina no hace milagros, pero es como si hubiéramos retrocedido en el tiempo algunos sentidos, especialmente en determinados momentos y situaciones.  Su fluidez verbal ha aumentado y también la coherencia. Las conversaciones que mantengo diariamente con él han vuelto a adquirir un nivel de complejidad más elevado, por decirlo de alguna manera.  Creo que además éstas desencadenan un proceso de retroalimentación añadido que también resulta beneficioso y tal vez potencie los efectos de la memantina.

Cuando su nivel de satisfacción y bienestar es elevado su capacidad de comunicación es mayor. Ello me permite incrementar la cantidad, la diversidad y la complejidad de los estímulos que trato de poner en juego en el transcurso de las charlas por teléfono y también de las actividades que realizamos conjuntamente en directo. El objetivo es tratar de mantener activas sus capacidades cognitivas tanto tiempo como sea posible. Estímulo y complejidad le producen satisfacción y bienestar y volvemos al principio del párrafo.  Es un círculo vicioso que se retroalimenta.

Antes de la memantina la conversación revestía algunos días serias dificultades. Aunque su fluidez ha aumentado y algunas confusiones parece que han disminuido, la creatividad en las conversaciones se mantiene al mismo nivel que antes:

¿Cómo van tus trabajos de suelo?, me preguntó hace ya unos días

¿Cómo?, Disculpa no capto a que te refieres con trabajos de suelo, le respondí.

mmmm… sí, de las hierbas y eso…

¿Te refieres al huerto?

¡Sí, eso al huerto!

Y le entró la risa. Y a mí también. Se nos contagia con facilidad, lo reconozco.

 

El huerto es uno de nuestros temas de conversación recurrentes que me permite variaciones y novedades continuas. Constituye un sistema dinámico en perpetuo cambio y eso me brinda muchas posibilidades.  Las descripciones detalladas que incluyen vocabulario preciso son un ejemplo.

Me gustó su pregunta. Aunque no la supe captar al vuelo me pareció luego muy acertada.

La memantina no detiene el proceso de deterioro, sólo lo frena y resulta difícil describir la magnitud y la intensidad del frenazo.  Últimamente y pese a la medicación, se le hace muy difícil identificarme como la persona que lo llama a diario. Hace un par de semanas me contó que algunas tardes lo llama por teléfono la que debe ser la secretaria de Can Rampeta (mi casa) y que charla muy amigablemente con él y que es muy simpática. Fue complejo responderle. Pero me hizo ilusión que la encontrara tan agradable.

Creo que cuando me ve, él nota que me conoce, pero no sabe exactamente quien soy ni de dónde he salido. Ahora estoy probando lo siguiente: Cuando llego a su casa le saludo de la misma forma que cuando hablamos por teléfono: ¿Hello, how are you?  No sé si la frase le hace clic y lo conecta con la secretaria con la que habla por teléfono por las tardes, pero como le suena familiar y se lo digo con cariño, sé que le gusta oírla sea quien sea yo.

Tampoco me acaba de identificar cuando hablamos por teléfono. Hace pocos días después de una larga y agradable conversación me dijo de pronto:

Pero entonces ¿tú quién eres?

Tu hija Marta, le contesté, la que vive en Can Rampeta, la del huerto …

Ya, vale, ¿y no hay más Martas?

Pues no creo, me parece que soy la única. Pero mira en cualquier caso de lo que sí estoy segura es que soy ÚNICA.

Mi comentario hizo fluir la risa a ambos lados del teléfono y zanjamos así la cuestión sobre mi identidad.

La memantina no hace efecto indefinidamente. Lo que he leído sobre ella, y creo que está en fase aún bastante experimental, es que logra retardar durante unos meses el deterioro cognitivo al reducir la cantidad de glutamato en el cerebro, cuya presencia se incrementa a raíz de la enfermedad.  Cuántos meses y en qué medida lo hace es algo que no sé. Y no debe ser fácil saberlo, teniendo en cuanta que no se puede determinar el grado exacto de deterioro en el momento en se empieza a tomar. Seguro que existen múltiples variables que determinan su efecto.

Hace pocos días he conocido una noticia que abre nuevas posibilidades a encontrar otro tipo de medicación para combatir el alzhéimer. Investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) han publicado recientemente en la revista Cell reports el estudio: The Transcription Factor Sp3 Cooperates with HDAC2 to Regulate Synaptic Function and Plasticity in Neurons, cuya traducción es: El factor de transcripción Sp3 coopera con HDAC2 para regular la función sináptica y la plasticidad neuronal.

He leído el estudio y para alguien que no esté familiarizado con la genética y la investigación resulta complicado de entender.  Yo creo que he podido captar la esencia de la investigación gracias a algunas lecturas previas y a estar leyendo en estos momentos un magnífico libro de Siddhartha Mukherjee: El Gen.

Los científicos han descubierto mediante el estudio de determinados genes que existe un complejo formado por la enzima HDAC2 y la proteína Sp3 que está ligado a trastornos neurológicos asociados con deterioro de la memoria.

El descubrimiento sobre el papel crucial que desempeña la proteína Sp3 en la regulación de la plasticidad sináptica y la función cognitiva ha sido inesperado para los propios científicos.  Los estudios que están realizando con ratones han demostrado que la inhibición de Sp3 es capaz de invertir el deterioro de la capacidad sináptica y estos hallazgos son consistentes con otros que demuestran que la reducción parcial de los niveles de HDAC2 es suficiente para revertir los déficits sinápticos y cognitivos en estos mismos ratones

El estudio concluye que la inhibición de este complejo mejora la función sináptica. Ahora están trabajando para encontrar los mecanismos que lo inhiba selectivamente sin producir efectos secundarios. Estos hallazgos proporcionan vías alternativas para el desarrollo de fármacos para tratar el alzhéimer y potencialmente otros trastornos neurológicos.

La diferencia con anteriores enfoques creo que radica en el hecho de que no se pretende la inhibición de determinadas sustancias que se incrementan a consecuencia de la enfermedad, como sería el glutamato, sino que se dirige directamente a inhibir a un complejo, HDAC2-Sp3, que se ha identificado como un epigenético crítico regulador de la función sináptica en las neuronas. Tengo la impresión de que la diferencia es sustancial.

No sé cuánto tiempo habrá de pasar para que los experimentos con ratones den los resultados esperados y den paso a la investigación encaminada a producir nuevos fármacos para tratar el alzhéimer en seres humanos. Que sea el que sea necesario, me digo a mi misma, pero que se produzcan.

De momento,

¡Viva la memantina, los ratones y los científicos!