Archivo por meses: julio 2017
Mandalas dialogados II. Patrones
Los mandalas dialogados siguen formando parte del conjunto de actividades que trato de compartir con mi padre, enfermo de alzhéimer. A los primeros cuadernos que llegaron a sus manos le han ido sucediendo otros nuevos. Afortunadamente hay muchos diferentes en los comercios, entre los que puedo escoger.
No todos valen, por decirlo de alguna manera. Cuando he ido en busca de alguno nuevo, me he pasado largos ratos hojeando cuaderno tras cuaderno hasta decidir cuál podría interesarle o atraerle más. Ya hace tiempo que opto por aquellos que intuyo nos pueden sugerir más temas de conversación, sobre cualquier cosa.
Hemos estado muchos días, semanas, conversando en torno a uno que adquirí en un hipermercado de la cadena Alcampo. Podría escribir más de un artículo contando las anécdotas que ha propiciado. A alguna de ellas ya he hecho referencia en otros artículos como por ejemplo en “15+10 =San Guillermo”
El cuaderno en cuestión se titula: Mandalas antiestrés. Patrones. No contiene propiamente dibujos centrados sino escenas muy diferentes, con elementos de todo tipo, muchos de ellos realistas y figurativos.
Cuando él saca el tema en la conversación, lo primero que hace es leerme el título del cuaderno y suele preguntarme si lo conozco. Le contesto que sí y a veces lo invito a leer la primera página. En ella le he puesto una dedicatoria. Últimamente lo hago con todos.
Suele describirme los dibujos en los que está trabajando aún las dificultades que, cada vez más, le supone encontrar las palabras precisas para referirse a lo que ve.
Sus descripciones me fascinan. Aunque sean inconexas e incompletas, me parecen divertidas y creativas y me obligan a desplegar mi propia creatividad, tratando de adivinar a qué se refiere en muchos momentos, a partir de las pistas que me proporciona.
También me parece creativo el trabajo que realiza cuando interviene sobre las láminas o hace alguna anotación sobre ellas, no es la primera vez que lo comento. En algún artículo creo que me referí a la transformación que había hecho a una aleta de las que se ponen en los pies para nadar. Ahora es una monja.
He recogido muchas anotaciones de algunas de las cosas que me ha ido explicando y otras las he guardado en la memoria. Me he propuesto contar algunos detalles justo ahora que ha dejado de lado este cuaderno en particular que tantísimas cosas ha propiciado. No lo ha acabado, pero creo que tenía necesidad de dejar de trabajar en él y espontáneamente lo ha colocado junto a muchos otros que también ha dado por acabados. No tengo intención alguna de sugerirle que lo continúe.
En varias ocasiones me ha dicho que un ayudante le habría ido muy bien y siempre me ha hecho sonreír el comentario. Yo siempre me ofrezco a colaborar con él pero tengo que reconocer que a veces no me resulta fácil ni posible hacerlo. Conciliar horarios y salvar la distancia física que nos separa, resulta a menudo bastante complicado. Ambos pensamos que tenemos suerte del teléfono: permite que nos comuniquemos a diario.
El tema del ayudante sin embargo va más allá en realidad de lo que propiamente expresa la frase, estoy convencida. Le gustaría que hubiera alguien con quien compartir más a menudo ciertas cosas. Es una manera de referirse a la soledad que experimenta en muchos momentos. Aunque no debería ser así, la soledad es un efecto colateral de esta enfermedad. Muchas personas que habitaban su entorno próximo no sólo han desaparecido de su cabeza, sino que también han desaparecido de su vida.
Un ayudante le hubiera ido muy bien para hacer frente a algunas láminas que encontraba especialmente liosas. Sin embargo, siempre acaba encontrando soluciones para los problemas que encuentra.
Pasa las páginas una a una contándome lo que ve:
– Una con cacharritos, cosas de cocina, tazas…
– Predomina el color azul por todas partes
– Tres hojas de gatitos. Sí, muchas cabecitas …
– Luego una hoja con unos cuantos personajes, como los gatitos pero con nariz de pincho. Y otros más pequeñitos que parece que tienen ganas de jugar. Lógico, ¿no?
– Por supuesto, le digo yo.
– En esta hay tres o cuatro conductos para el líquido y también hay muñequitos…
– Y en esta otra unas cuerdas muy largas que se enlazan, hay muchas. Son 5 o 6 carriles y algunos están en blanco.
– Y luego un diablejo por aquí, con …, con … ¿Con qué saltan los pájaros?
– ¿Alas?, le sugiero.
– Eso, un diablejo con alas y grande
– En esta otra una chiquilla muy mona durmiendo encima de cuatro colchones.
Le interrumpo:
-¿Te has fijado si hay algún guisante debajo de los colchones?
– ¡Hombre!, contesta divertido. Como el cuento de la princesa y el guisante.
Y lo rememoramos los dos y nos reímos de la extrema sensibilidad de la princesita. En su dibujo no hay guisante, por eso la chiquilla duerme plácidamente.
Va pasando hojas y llega a una a la que se refiere diciendo que son objetos de vestir y se dispone a enumerar prendas:
– Una falda, un… un… donde se meten las manos.
– ¿Unos guantes?, le sugiero.
– Sí, eso, unos guantes.
Recuerdo la página que me describe y aprovecho la ocasión. Invierto los términos sutilmente: pregunto por una prenda y lo invito a observar con atención para encontrarla:
– Y, ¿una bufanda?, ¿ves alguna?
Pasan unos segundos mientras busca y contesta:
– No sé si hay, pero si no, cortamos un pantalón por la mitad y tendremos dos.
Estallo en carcajadas y le comunico que su propuesta me ha parecido genial. No me da tiempo a seguir preguntando, él sigue enumerando prendas:
– Un chaleco, un traje de mujer con tablas, unas camisetas con dos árboles…
Vuelvo a interrumpir:
– ¿Con dos árboles?
– Sí, con dos árboles del desierto
– ¿Baobabs?
– Nooooooooooo
El tono de su respuesta me indica a las claras que estoy muy lejos de la respuesta correcta. Me vuelve a entrar la risa. Al final resulta que son palmeras. ¿Cómo no lo habré acertado a la primera?, me pregunto. ¡Su descripción estaba clarísima!
Para mí estas conversaciones constituyen un bonito juego de ingenio en el que participamos los dos siguiendo reglas distintas. La creatividad fluye a ambos lados del teléfono y disfrutamos de los efectos secundarios que ésta ejerce sobre nuestro organismo.
*
Iba a contar una última y deliciosa anécdota relacionada con otro de los dibujos de este cuaderno, pero he explicado ya muchas cosas y he decidido que va a tener artículo propio. Próximamente: “Kis mi again”.
Bajo el tilo
Cuando hace unos días fui a ver a mi padre a su casa, lo encontré sentado bajo el tilo.
Diversas circunstancias habían propiciado que lleváramos más días de lo habitual sin vernos en directo. El día antes, cuando hablábamos por teléfono, como cada día, de repente me dijo:
– Oye, ahora no me acuerdo de la cara que tienes. ¿Nos hemos visto alguna vez tú y yo?
El estupor pasó por mi cabeza a velocidad vertiginosa y fui capaz de reírme y decirle con cariño:
– Vaya! ¿Has cogido la goma de borrar y me has borrado de tu cabeza?
Seguí, sin darle tiempo a contestar:
– Pues mañana vendré a comer contigo, así que cuando me veas espero que cojas el lápiz y me vuelvas a dibujar en ella.
Él también se rio al otro lado del teléfono, pero su risa sonó algo nerviosa.
En mi cabeza encontré un referente que me hizo reaccionar con rapidez. Hace poco tiempo conocí la obra de una artista llamada Isabel Banal: “Tutta Roma”. Durante una estancia en la capital italiana la artista realizó una serie de dibujos de los espacios más concurridos de la ciudad, que seleccionó consultando diversas guías turísticas. Dibujó hasta 120 lugares emblemáticos, con extraordinaria precisión y detalle. Después, en su estudio los borró por entero y recogió los restos de la goma impregnada con el grafito del dibujo y los guardó en botes transparentes que etiquetó con el nombre del lugar que había dibujado.
Vi su obra formando parte de la exposición: “El relato de una exposición” que corrió a cargo de alumnos de 5º curso de primaria de dos escuelas de la ciudad de Mataró. Nil, uno de los jóvenes comisarios de la exposición, me explicó con pasión el proceso de trabajo de la artista. Me pareció especialmente interesante.
Me vi a mi misma reducida a restos de lápiz y goma de borrar, pulcramente recogida en un bote transparente con su correspondiente etiqueta, cuando mi padre me dijo sin ningún tipo de apuro que no recordaba mi cara.
Creo que le sugerí usar un lápiz para volverme a dibujar porque me resisto a desaparecer. Ahora puedo escribirlo siendo consciente de ello, aunque probablemente no lo fui cuando lo dije.
Mi padre estaba sentado bajo el tilo cuando abrí la puerta del jardín y lo saludé. De mi cara no podía acordarse, pero de mi voz creo que sí. Sin embargo, le costó un poco reunir conceptos e impresiones y cuando por fin logró encajar cuerpo, rostro y voz, se puso muy contento de verme.
Estuvimos hablando en el jardín, comimos y dedicamos una corta sobremesa a comentar el nuevo libro de mandalas en el que ha empezado a trabajar. Mientras lo hojeábamos noté que se empezaba a adormilar.
Por motivos que no hace falta explicar, la rutina familiar ha sufrido algunos cambios durante las últimas semanas y se han producido algunas novedades: ahora mi padre suele hacer la siesta después de comer y ha empezado a salir a pasear en silla de ruedas, con un nuevo acompañante.
No voy a explicar, ni siquiera a grandes rasgos, los motivos que han propiciado dichas novedades. Muchas cosas pertenecen a la esfera de lo privado y no hay necesidad de escribir sobre ellas.
Me propongo escribir sobre cómo me sentí aquel día: frustrada. Y no fue mientras estaba con él, sino a posteriori. Tuve la impresión cuando me marché de su casa, después que se hubiera ido a dormir, de que por la noche no se acordaría de que yo había estado un rato con él, así que me propuse llamarlo, como cada día, y comprobarlo. Y probablemente también tenía la intención de recordárselo en caso de que no se acordara, aunque no puedo asegurarlo porque ya han pasado unos cuantos días.
Mi sentimiento de frustración no se debió a que él no se acordara de mi rostro, ni de mi presencia (aunque probablemente también influyó en ello), sino a la sensación que tuve de haber sido torpe en la conversación con él. Utilicé más veces el “no”, que cualquier otra forma más amable que no lo contradijera explícitamente. No supe navegar con fluidez entre contradicciones y tampoco escuchar con calma y profunda atención. Tuve la impresión de haber perdido la práctica en atender y responder a una persona enferma de alzhéimer y me sentí mal por ello.
Llevo días trabajando en este artículo, pero me había quedado atascada. He podido seguirlo gracias a haber estado pensando en la frustración y haberme desecho del peso que me causaba sentirme así.
No soy infalible, no puedo estar siempre al 100%, ni siquiera al 80%. Aunque me encantaría dar siempre con respuestas adecuadas y hacer fluir la risa y las emociones agradables, no siempre lo consigo. Y no hace falta culparse por ello, o sentirse mal. Basta con aceptarlo. La aceptación equivale a regular adecuadamente el nivel de autoexigencia. El punto óptimo pasa por saber que la satisfacción sólo puede ser representada con una línea oscilante e irregular, con altos y bajos.
Cuando a última hora de la tarde volví a hablar con él no recordaba para nada que hubiéramos compartido un buen rato. Traté de que nos ubicara a ambos en el jardín y entonces me dijo:
– Bajo el tilo, ahí estaba yo.
Pero no pudo incluirme en la escena.