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El ovillo y la trituradora

 

Escuchar de boca de alguien entrañable cómo un ovillo de hilo para hacer ganchillo se puede convertir en un nexo emocional que mantiene unidas a dos personas a pesar de la creciente distancia que impone el alzhéimer, me ha ayudado a escribir este artículo, que insinué en el anterior.

El ovillo también ha propiciado que el día antes de redactar el borrador de este artículo me atreviera a tratar de repetir la actividad que compartí con mi padre la tarde de su 88 cumpleaños. Aunque dice el refrán que “Nunca segundas partes fueron buenas”, quise volver a usar el objeto que utilizamos aquella tarde, centrándome en su carácter de nexo emocional, inspirada por el ovillo.

He comentado en más de una ocasión que a pesar del alzhéimer, siempre me ha movido el deseo de compartir actividades con mi padre. Es muy diferente de pensar en entretenerlo. Compartir implica que participamos los dos y trabajamos codo a codo con un objetivo común. La relación que se establece entre nosotros es recíproca. Entretener, desde mi punto de vista implica una relación un tanto jerárquica en la que uno trata de que el otro disfrute de alguna actividad y aunque tal vez también participe la implicación es mínima.

Mi padre y yo compartimos actividades y nos entretenemos juntos cuando tenemos ocasión y nos vemos en directo. Hacemos ambas cosas, porque el verbo “entretenerse” a diferencia de “entretener”, es pronominal y se construye en todas sus formas con pronombres reflexivos que concuerdan con el sujeto. Significa divertirse.  Y eso es lo que hacemos. 

Hay una pregunta clave que constituye muchas veces el inicio de las actividades que compartimos: ¿Me ayudas? Presupone de entrada muchas cosas. También influye el tono con que la pronuncio: denota un sincero deseo de contar con él para hacer algo. Lo hace sentirse útil casi al instante y tanto su cuerpo como su mente se tornan más activos y receptivos a los estímulos que llegan del exterior.

El ovillo me ha ayudado a entender que el gesto y la proximidad en el espacio pueden ser tan importantes como las palabras. Éstas dejan progresivamente de tener sentido para los enfermos de alzhéimer y acaban por perderse.

No sé cuándo tendré que renunciar a las palabras para comunicarme con mi padre. Todavía podemos compartir muchas. Sé que llegará un momento en que no será posible seguir haciéndolo, así que aprovecho ahora que sí lo es y comparto con él tantos gestos y palabras como puedo.

La tarde que mi padre cumplió 88 años y la del día antes de escribir el esbozo de este artículo, estuvimos trabajando juntos con una trituradora de papel. Es una maquinita sencilla que se compone de dos piezas desmontables:  un contenedor de plástico transparente para recoger las tiras trituradas y una pieza que se acopla encima, con una ranura en la parte superior para introducir el papel y unas cuchillas que cortan en su interior y que se accionan dando vueltas a una manivela.

Obviaré por diferentes razones todas las palabras que podría utilizar para contar los motivos por los cuales llevo dos años experimentando con dicha maquinita. Una de ellas es que he dejado de explicarle a mi padre algunas de las ideas en las que estoy trabajando. Percibo que cada vez más le cuesta entender determinadas cosas y ante la duda, prefiero no incomodarlo y evitar que se pongan en evidencia sus dificultades de comprensión. Aunque ahora no lo recuerde, ha participado de estos dos años de experimentos y he disfrutado   compartiendo con él las ideas que me han llevado a utilizar la máquina con propósitos diferentes y también contándole algunas de las experiencias que he llevado a cabo con niños y con adultos de mediana edad. Ahora, gracias a él, podré sumar también la tercera edad y el alzhéimer.

Hasta ahora sólo habíamos conversado sobre el tema. Nunca le había invitado a usar la máquina. El ovillo, ya lo he dicho, me ha dado nuevas perspectivas sobre algunas cosas. Quise tratar de repetir la actividad porque también pensé en algo que he comentado en alguna otra ocasión. Cuando podemos hablar sobre lo que estamos haciendo, que en este caso implicaba tocar, accionar, presionar, ver, sentir, etc., la conversación resulta mucho más fluida.

Esta vez decidí pedirle que me ayudara a triturar papel, sin excesivas explicaciones previas. Empezamos con un gesto y luego le pusimos palabras. Fue como invertir en cierto sentido el proceso habitual.

Hay otro motivo que últimamente también me hace ser cuidadosa con las cosas que le cuento, debido a lo que yo llamo conversaciones espejo. Él se apropia de mis relatos y los duplica de manera que su actividad diaria es un reflejo de la mía (de lo que yo le explico). Si a mi me preocupa alguna cosa, a él también le ocurre lo mismo. Si yo estoy imaginando estrategias para resolver algún problema educativo, él también. Si ando pintando pelotitas de papel, él me dice que ídem.

A veces, problemas y preocupaciones sin trascendencia que son el centro de una de nuestras conversaciones diarias por teléfono, emergen en momentos inesperados, distorsionados y fuera de contexto y provocan situaciones familiares complejas.  Trato de evitar por tanto hacer referencia a algunas cuestiones que pienso que pueden provocarle cierta inquietud. Aún así, no sé si lo consigo. No resulta fácil prever las consecuencias de algunos comentarios o del relato de algunos episodios aparentemente inofensivos.

Las dos tardes en que me estuvo ayudando, él accionaba la manivela y sujetaba las hojas de papel mientras la ranura de la maquinita las engullía. La tarde de su cumpleaños las iba contando él. No tuvo dificultad en hacerlo hasta 5, pero sí para saber por qué número iba y si ya había dicho por ejemplo el 3 o todavía no. La segunda tarde, fui yo quien llevé el recuento del número de hojas.

Después de triturarlas sacaba las tiras del contenedor y me ayudaba a darles forma. Seguidamente yo le ponía cinta adhesiva para unir y compactar el papel.

La primera tarde hicimos un muestrario de esferas de tamaños diferentes que ahora consulto para decidir la cantidad de papel que necesito, cada vez que quiero hacer una.

La segunda tarde estuvimos probando una nueva forma: una especie de croqueta alargada con vocación inicial de cilindro. Tras consultarle, me propuso cómo pintar el primer prototipo: el fondo amarillo y encima crucecitas. Sin querer, me salieron triángulos en vez de cruces cuando horas después la acabé de pintar en casa. Tengo la impresión de que la acabaré modificando para respetar su propuesta.

Gracias a las pruebas que hice con él, he seguido construyendo nuevas piezas. Pinté la última sin un propósito concreto. A veces parece que son los propios colores y la punta del rotulador los que deciden el diseño.  Cuando la vi acabada me entró la risa. Tengo que enseñársela para ver lo que le sugiere…

No voy a desvelar el motivo de mi risa. Cada uno es libre de establecer las asociaciones y conexiones que quiera…

El ovillo me ha hecho pensar que es posible compartir buenos momentos con los enfermos de alzhéimer, aun cuando la enfermedad esté en un estado avanzado. La carga emotiva que a veces poseen los pequeños gestos son los que importan.

No hace muchos días mi padre me dijo en el transcurso de una conversación telefónica que no hay que olvidarse de disfrutar de las pequeñas cosas. Su comentario no fue gratuito. Estaba relacionado con lo que estábamos hablando y tenía relación con la escuela y alguna actividad que había hecho con los niños.

Escribí su frase en un papel como siempre hago cuando dice cosas que me llaman la atención y me pareció maravilloso que todavía fuera capaz en cierta manera de filosofar y de pensar y decir cosas bonitas. Me demostró también que estaba conectado con la conversación que manteníamos. La escuela le interesa. La suya y la mía. Sonrío mientras lo escribo. Gracias al efecto de las conversaciones espejo ahora emplea la expresión: «nuestra escuela«. Me pareció delicioso oírselo decir hace unos días. Lo pronunció con tono de pregunta y yo respondí afirmativamente con una sonrisa: Sí, sí, nuestra escuela.

Confío que ambos sabremos encontrar la manera de seguir disfrutando de pequeñas cosas, el tiempo que podamos compartir.


 

 

88. Sonrisa de bombón

 

Hace unos días mi padre cumplió 88 años. Ya no es consciente de su edad. El alzhéimer le ha arrebatado la mayor parte de fragmentos que configuraban su historia personal y recuerda pocas cosas de su vida. Y sin embargo la esencia de su identidad perdura. Yo así lo percibo.

Hace ya mucho tiempo que no hablamos de su edad. Para cualquiera que tenga dificultades para recordar lo que ha vivido, puede ser motivo de tristeza y contrariedad que otras personas les digan la edad que tienen. No poder recordar lo que ha pasado en el transcurso de tantos años produce desasosiego.

Pienso en mi padre. Aunque pudiera sumar los fragmentos dispersos que deambulan entre los espacios en blanco que invaden su cabeza, el resultado no equivaldría a sus años de vida. Se le han perdido tantos, que la diferencia llega a ser inquietante. Tardé un tiempo en comprenderlo.

Ahora, en caso de que por algún motivo hablemos sobre su edad, ésta es la que él siente que tiene. Da igual que haya una diferencia de décadas respecto a la real. No le afecta a nadie que supongamos que él tiene 30 o 40 años menos.

Hace meses recurrí a las matemáticas para tratar de convencerle de que efectivamente tenía la edad que yo le decía y que a él le parecía exagerada e imposible. Partimos del año de su nacimiento y calculamos la diferencia hasta el año 2000. A continuación, le sumamos los años de este milenio que ya han transcurrido. No creo que pudiera siguiera el razonamiento y las operaciones mentales que yo fui explicando en voz alta hasta el final. Además, el resultado le pareció incorrecto. Traté de insistir y repetimos el proceso, pero no logré convencerlo y además me ofreció una explicación para mi error de cálculo. Me dijo que el resultado estaba mal porque habían cambiado el sistema. Me hizo mucha gracia su explicación y también me pareció deliciosa.

Tengo la impresión de que el año 2000 constituía para él una especie de barrera infranqueable. Fue cuando cambiaron el sistema. El sistema de contar años supongo. Y sonrío mientras lo escribo porque cambiar el sistema de contar cosas, aunque no sean años, me parece una idea genial y muy sugerente.

Después de este episodio me di cuenta de que no hacía falta insistir sobre su edad y adopté desde entonces la actitud que ya he explicado. Él decide según se siente.

El día de su 88 cumpleaños estuve dudando sobre si hacer referencia a la fecha y tratar de celebrarlo o no decirle absolutamente nada.

En estas ocasiones trato de pensar y valorar las cosas desde varias perspectivas, que incluyen como mínimo la mía y la suya. Intentar ver las cosas desde su óptica es complejo y no sé si lo consigo. Lo intento con la idea de ser el máximo de respetuosa.

Hay cosas que los enfermos de alzhéimer pueden decidir y hacer y no hace falta que los demás las hagamos por ellos. Me parece justo tratar de contar con sus opiniones y animarlos a expresar cómo se sienten respecto a cosas que les afectan.

El día de su cumpleaños acabé comprando una caja de bombones Ferrero Rocher, gracias a una sugerencia familiar. Le encantan y me apetecía regalársela le contara el motivo o no.

Cuando llegué a su casa me senté a su lado, lo saludé y empezamos a hablar hasta que estuve segura de que me había reconocido y ubicado. Entonces saqué la caja de bombones.

El actor Louis de Funes
Foto: http://info-provence.com/en/article/Louis-de-Funes/

Me hubiera gustado hacerle una foto en aquel instante. Mi padre siempre ha sido muy expresivo. He contado en alguna ocasión que su parecido con el actor cómico francés Louis de Funes, fue notable en una época, hasta tal punto que hubo quien lo llamaba señor Funes. El parecido no sólo era físico, también en cuanto a la capacidad de gesticulación y expresividad del rostro (y en realidad no ha desaparecido).

Esa capacidad nos ha permitido comunicarnos sin palabras en innumerables situaciones a lo largo de nuestra vida. Y seguimos haciéndolo. Usamos un código basado en gestos y miradas que ambos conocemos a la perfección. Los mensajes que intercambiamos son claros e inequívocos. Tal vez sea lo que explique que yo aún perciba la esencia de su identidad.

En cuanto vio la caja de bombones puso cara de sorpresa agradable y esbozó una sonrisa encantadora que me sale llamar sonrisa de bombón para tratar de describirla. Pronunció también un:  «Ohhhhhh», con un tono inconfundible de satisfacción.

Me hizo reír. Hay cientos de cosas que no puede recordar y sin embargo reaccionó a la caja de bombones instantáneamente con una expresión que denotaba mucho interés.

– “Is for you”, le dije en inglés  (Ahora lo usamos poco pero antes lo empleábamos a menudo en nuestras conversaciones).

Se llevó un dedo al pecho y me miró cómo preguntando: ¿Para mí? En otro momento probablemente habría dicho “¿why?”

¿Sabes qué día es hoy? le pregunté. Y sin darle tiempo a pensar siquiera le dije: 27 de octubre.

Ahhhhhhmmmm, dijo esbozando una sonrisa.

Aunque no sepa cuál es su edad, sí puede recordar la fecha en que nació.  Le di la caja de bombones y me dijo:

Me gustan.

Lo sé. Contesté con una sonrisa.

La celebración de su 88 cumpleaños prácticamente se redujo a los escasos minutos que duró la entrega de la caja de bombones. En ningún momento preguntó cuántos años cumplía.

Pusimos la caja en el comedor, en una mesita auxiliar que alcanza desde donde se sienta. En ella suele tener alguno de sus dulces preferidos. Después de comer le enseñé de nuevo la caja de bombones y le invité a coger uno.

La colocó ante sí y la abrió. Le costó un poco decidirse por uno de los 24 bombones. La caja es cuadrada y los bombones están colocados de una manera curiosa que dificulta contarlos. 24 no es el cuadrado de ningún número, así que disponerlos ordenadamente ocupando la forma de un cuadrado tiene su perendengue. Me río mientras escribo esta palabra. La decimos mi padre y yo en ocasiones, cuando viene a colación en la conversación. Equivale a decir que algo ofrece dificultades, que es un lío. A los dos nos hace mucha gracia y siempre nos acabamos riendo. Además, la decimos mal, la alargamos duplicando una sílaba: perendendengue. Nos da lo mismo. Así suena más divertida y liosa.

Tiempo atrás mi padre pasaba largos ratos dedicado a contar el número de bombones que contiene este modelo de caja. A lo largo de sus 88 años se ha comido unas cuantas… Contaba una y otra vez cambiando de sistema. A veces empezaba por arriba y otras por abajo. Pocas veces el resultado le salía como el anterior.

Después de decidir qué bombón se iba a tomar me ofreció uno. Siempre lo hace.  Decliné amablemente su ofrecimiento y le expliqué que no me gustan.

¡!!¿No?!!! Dijo sorprendido como si no fuera posible que no me guste algo que a él (y a muchísima gente) le parece delicioso.

Me reí y le dije que prefiero las cosas salada a las dulces. Inclinó la cabeza y puso cara de escepticismo. Tengo la impresión de que le cuesta entender que no me gusten los bombones.

 

Ahora la caja ha sido trasladada a un lugar donde él no la puede ver ni alcanzar. Creo que tiene dificultades de administración y hay que asesorarle.

No sé si realmente tiene dificultades o es otra cosa. Los bombones le apetecen a cualquier hora del día y como no sabe si ya se ha comido alguno o no, ante la duda, repite.

*

Las fotografías que ilustran este artículo no las hice el día de su cumpleaños si no a posteriori. El día que hizo años pasamos una tarde magnífica ocupados ambos en una tarea muy especial. Me estuvo ayudando. Para mí, fue una bonita manera de celebrar sencillamente que aún podemos compartir buenos ratos. Quería contarlo, pero lo dejo para otro artículo.

 

Serafina, «la Sera»

 

Serafina.
Caricatura realizada por su amigo  Matías Tolsà.

 

El alzhéimer de mi padre avanza y el presente se torna cada día más complicado y triste también. Tengo la impresión de que pronto no podré escribir sobre la bonita relación que nos une. La enfermedad destruye su capacidad de comunicación además de muchas otras cosas. Me digo a mi misma que podré seguir escribiendo sobre anécdotas y recuerdos pasados per tal vez no consiga hacerlo sobre el presente. No puedo asegurarlo y trato de aprovechar el “ahora” al máximo.

La palabra alzhéimer lleva implícita una condena ineludible. No hay cura, no hay freno posible y tampoco vuelta atrás. Lo que se pierde, se pierde de forma irremediable y es doloroso asumirlo. Hasta ahora he tratado de salvaguardar las anécdotas y detalles bonitos y entrañables que me ayudan a describir todo aquello que nos une, pero temo no poder seguir haciéndolo por mucho tiempo, o por lo menos no con la intensidad de antes.

Hace meses que tengo ganas de contar una historia y lo voy a hacer ahora, aprovechando que todavía puedo hacerlo en presente. Algunas de las cosas que dice mi padre me sorprenden increíblemente. Son las que me hacen pensar que seguimos teniendo momentos de conexión, aunque sean breves y que él sigue conectado al mundo, a través de delicados filamentos que en ocasiones vibran. Son filamentos emocionales. Es así como me sale llamarlos. Se activan por efecto de las emociones y son capaces de establecer puentes de conexión durante un tiempo impreciso, que puede ser de sólo unos instantes.

Semillas de tomate sobre paño de algodón con texto de Serafina. Fueron para nosotros tema de conversación antes del verano.

Conocí a Serafina en la facultad de Bellas Artes de Barcelona. Fue el día en que ambas hacíamos una prueba específica para poder cursar estudios allí. Aquel día, fue el inicio de una amistad entrañable que se fue forjando durante los años de carrera (ambas conseguimos superar la prueba) y que se ha consolidado a lo largo de los más de 30 años que hace que nos conocemos.

Serafina ha formado parte de mi vida desde entonces. Mi padre me ha oído hablar de ella durante años, y sigue haciéndolo, porque inevitablemente ella aparece a menudo en nuestra conversación. También la ha conocido en directo y hemos pasado buenos ratos juntos, aunque ahora no lo recuerde. A Serafina siempre la hemos llamado: “la Sera”. Utilizamos el artículo delante de la abreviación de su nombre por influencia del catalán.

Cuando me refiero a ella en el transcurso de una conversación siempre uso su nombre entero. Lo hago sin darme cuenta y creo que es por el motivo de que pienso que así facilito a mi padre recordar quien es. Siempre empiezo diciendo: mi amiga Serafina… y entonces mi padre me interrumpe, suele mirarme si no lo está haciendo y dice: – “La Sera”, como queriendo dejar claro que sabe perfectamente a quien me refiero, y luego me deja continuar.

Dicho así puede parecer que no sea nada excepcional, pero a mí  me parece  increíble que reaccione como lo hace al nombre de Serafina.

Últimamente mi nombre debe ir asociado a otras dos palabras para que sepa, aproximadamente, con quién está hablando: hija-Marta-enanitos. Y aún así a menudo tengo que repetírselas y usar otros guiños que activan, supongo, los filamentos emocionales a los que me he referido para que me ubique en su particular mundo actual.

Con la Sera es infalible.

Yo creo que su nombre ejerce de detonante emotivo que activa un filamento de conexión fuertemente adherido a su sistema neuronal. Y me deja fascinada. Escribo en presente y en pasado. A lo largo de este último verano han sido muchas las veces que ha aparecido su nombre en la conversación y cada vez que esto ha pasado, él ha interrumpido para decir: “la Sera”. No puedo reproducir el tono con que lo pronuncia, pero si pudiera, creo que coincidiríais en que denota  el tipo de conexión que yo sostengo que establece.

Podría pensarse que es algo similar a lo que le ocurre cuando aparecen en la conversación algunas palabras que también actúan como detonante para recuperar alguna cosa de la memoria. Me refiero a los refranes o las frases hechas. Por ejemplo, si en el transcurso de nuestra conversación diaria por teléfono yo pronuncio las palabras “poco a poco” por el motivo que sea, acto seguido él dice:

Poco a poco hila la vieja el copo.

No obstante, pienso que no es lo mismo. El refrán lo recita de memoria, suena musical, como si recordara la melodía más que el significado. Como si oyera un par de notas al decir “poco a poco” y la melodía entera brotara entonces de su cabeza.

Diferentes variedades de tomates cultivadas en Agramunt antes de ser degustadas por mi amiga y su familia. Fueron para nosotros tema de conversación durante el verano.
Foto: Serafina.

Con la Sera no es así. Hay algo más intenso. Su nombre genera interés, conexión y conversación. Pocos días antes de escribir este artículo le conté que estaba preparando unos materiales para la escuela a partir de unos dibujos que había hecho mi amiga Serafina.

La Sera, dijo él.

Sí, exacto, ¡la Sera!

¿y ya le has dado la gracias por los dibujos que estás usando?

Pues no, la verdad es que no.

¡Hombre! Pues deberías, ¿no te parece?

Me entró la risa, no pude evitarla. Su tono era entre jocoso y de amonestación. Me pareció increíble el momento de conexión y lucidez que mostraba y le contesté que tenía toda la razón del mundo y que más tarde la escribiría o llamaría para darle las gracias.

Y añadí que le contaría también que había sido él quién me había sugerido que le expresara mi agradecimiento por haber podido usar sus dibujos.

No recuerdo ahora cómo siguió la conversación con él. Sí recuerdo que escribí a la Sera, le di las gracias y le conté el episodio. Seguimos muy unidas. Hablamos a menudo sobre el hecho de que mi padre repita su nombre cada vez que le hablo de ella y la recuerde. A mi me emociona. Y a ella también. Como espero que lo haga este artículo.

Hace mucho tiempo que tengo una teoría. Explica el hecho de que mi padre sea capaz de recordar el nombre de mi entrañable amiga y lo pronuncie sin vacilar cada vez que la ocasión se presenta. Y también explica, a mi entender, muchas otras cosas. Tiene que ver con la manera en que conserva las vivencias que aún no han desaparecido de su mente. Estoy convencida de que las que  están más fijadas en su cabeza son aquellas que se han quedado enganchadas por las emociones. Resisten aún gracias al poder de la cola emocional. Y también gracias a la proximidad.

El día antes de redactar el borrador de este artículo, mientras yo cosía unas etiquetas en algunas de sus prendas de vestir, traté de conversar con él sobre una caja de botones que no atrajo especialmente su atención. De ahí saltamos a comentar las habilidades familiares para la costura. A mí me gusta coser y me divierte especialmente la costura creativa. Hace muchos años asistí durante un tiempo a unas clases de corte y confección que disfruté muchísimo. Combinaba el trabajo de transformación de patrones de papel con la confección de las prendas que yo diseñaba. He olvidado muchas cosas de las que aprendí, pero otras no. Y sigo usando la máquina de coser que me regalaron en aquella época. La profesional del tema es sin embargo la Sera, que sabe cortar y coser vestidos y todo tipo de ropa. Le conté a mi padre que recientemente le habían hecho un curioso encargo:

Mi amiga Serafina…

Me interrumpió para decir:

– «La Sera

Sí, la Sera. Sabe muchísimo de costura y hace poco le hicieron un encargo muy original.

¿Sí?, dijo interesado. ¿Y cómo sabe tanto?

Porque hizo un curso en el que aprendió muchas cosas y también su madre le ha enseñado muchas cosas.

Seguí explicándole:

– ¿Te acuerdas de los gigantes y cabezudos que salen en las fiestas? Son personas que llevan puestas unas cabezas grandes hechas de cartón y bailan con ellas puestas.

Titubeó un poco pero enseguida dijo que sí.

Cabezudo de Guinovart. Agramunt.        Foto: Segre.com

Pues le encargaron una camisa para un cabezudo que han hecho en su pueblo en homenaje a un artista que vivió allí durante la guerra y que murió hace 10 años. Se llamaba Guinovart.

No me suena. (Seguí hablando sin dar importancia al hecho de que no le sonara)

La Sera ha hecho la camisa, la ha pintado y hace unos días me envió una foto mientras le cosía los botones. Creo que ya la han estrenado.

¡Jo, qué bueno!, me contestó.

Y seguí contándole:

Los cabezudos suelen salir el día de la fiesta mayor y la celebraron recientemente. Hace unos días estuvimos hablando tu y yo de una cosa que hacen en su pueblo con motivo de la fiesta y que yo había visto de pequeña contigo y me fascinaba.

¿Y qué es?

Lanzan hacia el cielo una especie de farolillos gigantes a los que prenden una mecha que tienen dentro.

Farolillos de Fiesta Mayor. Agramunt.
Foto: Serafina

 

Mi padre no recordaba en ese momento los farolillos ni que hubiéramos estado hablando de ellos. Yo sí. Días atrás habíamos mantenido una larga y entrañable conversación bajo el tilo con constantes referencias a mi amiga Sera a propósito de los farolillos que tanto me fascinaban de pequeña.

*

A pesar del alzhéimer mi padre capta que ambos, él y yo, somos importantes el uno para el otro. Y creo que todavía es capaz de captar que Serafina es una persona importante y especial para mí. La emoción que nos mantiene unidos a los dos, la incluye también a ella cuando aparece en la conversación.

El día que no pronuncie su nombre después de que yo diga Serafina, lo voy a sentir mucho. Pero por ahora, la Sera sigue prendida en su cabeza.

LA SILLA SALVAJE Y CONVERSACIONES ESPEJO

 

Hace ya tiempo que mi padre, que sufre la enfermedad de alzhéimer, utiliza una silla salvaje para sentarse en el jardín y para salir de paseo. La silla adquirió este nombre que tanto me gusta y me divierte (y a él también) a raíz de la visita de un familiar entrañable. Mi padre tiene una nieta australiana, mi querida sobrina, a quien hemos tenido poca ocasión de ver crecer. Ambos conectan de maravilla cuando tienen ocasión de verse. Ella sólo habla inglés. Nuestros esfuerzos por comunicarnos en el idioma que ella domina a la perfección y nosotros no, resultan a veces poco fructíferos y también dan lugar a simpáticos equívocos.

El día que me enteré de que mi sobrina había preguntado en inglés por qué su abuelo tenía una silla salvaje en vez de una silla de ruedas, me entró un ataque de risa. La confusión viene de la pronunciación de la palabra wheel (rueda), que a sus oídos pronunciamos como wild (salvaje).

Así, una vulgar silla de ruedas (wheel chair) pasó de pronto a convertirse en una sugerente silla salvaje (wild chair). Desde entonces siempre uso este nombre.

Cuando me siento bajo el tilo a conversar con mi padre, él usa siempre su silla salvaje y de vez en cuando le cuento la anécdota que le dio su nuevo nombre. La palabra nieta no tiene para él un significado claro, pero recuerda a esa chiquilla tan salada.

¿A si? ¿Eso decía? Eso no lo sabía yo

Y sonrío sin llevar la cuenta de las veces que me habrá oído contarle la misma historia.

Sí, eso decía. Y añado: A mí me parece genial que tu tengas una silla salvaje. ¿A ti no?

Pues sí, responde.

¿No te parece que una silla salvaje es mucho más sugerente que una silla de ruedas?

Nos miramos y nos reímos los dos. Siempre nos ha gustado compartir ideas alocadas. No sé exactamente qué piensa y no responde. Creo que ya no puede imaginar demasiado bien algunas cosas, o tal vez pueda, pero no consiga articular las palabras que necesita para explicarlo y no insisto.

Hace ya tiempo que me indica con precisión en qué posición quiere que coloque su silla salvaje, mientras charlamos. Me hace sonreír el motivo.

Justo en la acera opuesta a su jardín, en la primera planta de un edificio industrial, colocaron hace ya unos meses un gran cartel publicitario anunciando los productos que fabrican. Le he hecho una foto:


Mi padre me cuenta que la chiquilla de la derecha, la que es una especialista en publicidad textil le parece muy mona y que siempre lo está mirando, o eso le parece a él. No han intercambiado aun palabras, pero el hecho de que esté presumiblemente pendiente de él a todas horas diría que le gusta.

Ni se me ocurre tratar de explicarle que la especialista en cuestión es en realidad el dibujo o la fotografía de un muchacho joven. Qué más da lo que sea en realidad si a él le proporciona cierto bienestar ver a una mujer joven, siempre en la misma actitud, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándolo sin pestañear.

Tiempo atrás, su cerebro interpretaba una serie de tubos bajo el tejado de la casa de un vecino como una mujer a punto de tirarse de la ventana y la escena le producía mucho desasosiego. La experta en publicidad textil, a mi modo de ver, es mucho más inofensiva y beneficiosa, así que me esfuerzo por colocar la silla en el lugar desde donde la ve mejor.

Cada vez más, resulta complicado seguir las conversaciones con mi padre. No puede construir ya hilos argumentales lógicos y fluidos. Las palabras revolotean en su cabeza, pero no quieren asomarse a sus labios cuando intenta pronunciarlas.

¿Se te ha perdido una palabra?, le pregunto a veces.

Me mira, entrecierra un poco los ojos sin dejar de buscarla y responde con ironía:

¡Jo! Si sólo fuera una…. Y nos reímos.

Últimamente me he dado cuenta de que pone en juego una nueva estrategia que otra vez me hace pensar que su cerebro se resiste a dejar de funcionar. Se resiste a la desconexión y el desorden que dificultan su comunicación y hace lo imposible por conservar sus funciones.

Su capacidad para recordar ha disminuido tan drásticamente que cualquier cosa que le cuento la olvida prácticamente al instante y tampoco puede acordarse de nada de lo que ha estado haciendo. Su desubicación en el espacio y en el tiempo también es muy pronunciada. Su cerebro admite sin problema distorsiones e irrealidades.


Diariamente le cuento a qué me he dedicado durante el día, o qué estaba haciendo justo antes de llamarlo o los planes que tengo para cuando acabemos la conversación y nos despidamos. Cada vez con más frecuencia, después de que yo le haya contado qué he hecho, él me cuenta que ha estado haciendo exactamente lo mismo que yo.
Si yo le cuento que he estado en el huerto plantando lechugas, él me dice:

Sí, yo más o menos lo mismo. He plantado lechugas y … y …. y … bueno cosas de esas…. Y en fin ya está y no hay mayor problema.

Su última frase no acaba de conectar con el resto, pero la usa a menudo como comodín, igual que hace con otras. Algunas expresiones que ha utilizado a menudo durante su vida se resisten a desaparecer y las encaja dónde y cómo puede. Le sirven a veces para rellenar huecos.

Si yo le cuento que estoy leyendo varios libros a la vez porque me gusta según el momento leer uno u otro, él me cuenta que también tiene varios libros empezados. Cuando trata de explicarme cuáles, intento propiciar un cambio de tema en la conversación.

Si yo he estado en la escuela, él también.

Si le comento que hay niños con algunos problemas de aprendizaje, me cuenta que a él también le pasa lo mismo.

Mantenemos en muchos momentos conversaciones espejo. Yo le ofrezco un relato y él me lo devuelve como si de la imagen de un espejo se tratara. Aunque la simetría no sea perfecta e incorpore distorsiones, su cerebro es capaz de apropiarse de mis palabras y construir su propio relato, a partir de ellas.

 

Me parece digno de admiración y una prueba de que su cerebro se resiste a fundirse y a desaparecer a pesar de las crecientes dificultades que experimenta. También me parece un signo inequívoco de su progresivo e irreversible deterioro.

¿HASTA CUÁNDO? Y EL SEÑOR PERKINS

Últimamente me pregunto a menudo: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo podré seguir manteniendo la bonita relación que me une a mi padre? ¿Conseguirá el alzhéimer destruirla, igual que ha hecho con la mayor parte de sus recuerdos?

Procuro no quedarme atrapada en la pregunta. Me gustaría borrarla y encontrar la manera de esquivarla, que mi cabeza no la formule, pero cada vez con más frecuencia, cuando cuelgo el teléfono después de hablar con él, no lo consigo.

El anterior artículo de esta sección del blog, titulado: “26 Enanitos”, lo he dedicado a relatar resumidamente lo que nos ha unido este último año y he obviado deliberadamente hacer referencia al deterioro físico y cognitivo que progresivamente y sin freno, va experimentando.

Os invito a leer dicho artículo antes que éste, pero para quien no lo haga, quiero indicar que la palabra “enanitos” que aparece en este texto debe interpretarse como sinónimo de mis alumnos de segundo curso de primaria.

No puedo negar que cada vez es más difícil entablar conversación con él. Los enanitos me han brindado la oportunidad de conseguirlo durante unos meses, pero el 1 de junio, mientras hablábamos por teléfono, la conversación entró en el terreno del surrealismo más genuino y sorteé como pude un episodio en el que se mezclaron enanitos con ballenas y calamares gigantes y el expresidente Rajoy.

Me resultó imposible encauzar la conversación y deshacer el tremendo lío que poblaba su cabeza en aquel momento. Cuando colgué el teléfono anoté la fecha mentalmente. Nunca había llegado a tal grado de confusión.

Desde entonces ocurre con frecuencia que la conversación con él adquiere tintes surrealistas. Es como si tratara de encajar piezas que pertenecen a diferentes puzles. El resultado no es consistente. Las piezas no acaban de encajar bien y no consiguen formar una imagen completa. Cuando parece que sí, una pieza nueva irrumpe en el juego. Llega del presente inmediato o del pasado más remoto y trata de compartir espacio con las otras sin conseguirlo.

Su cerebro se deteriora, cierto. Y a la vez hace lo imposible por tratar de pervivir y seguir conectado con la realidad. Las operaciones que realiza y las estrategias que pone en juego hacen que yo también perciba su deterioro en términos de resistencia. Su cerebro se resiste a dejar de ser plástico y crear conexiones y hace todo lo que puede por mantenerse dinámico, aunque el resultado nos parezca absurdo. No tengo duda alguna.

Pienso que mientras se resista, hay posibilidades, por pequeñas que sean. Posibilidades de seguir comunicándonos y mantener nuestra bonita relación. Y las busco.

La búsqueda pasa por seguir compartiendo con mi padre todo lo que se me ocurre. Mi mente artística me ayuda. Me ayuda a seguir diálogos surrealistas y a introducir cachivaches y artefactos para enanitos, en nuestra relación.

Dicho así suena surrealista, lo sé. Estoy adquiriendo práctica a marchas forzadas y dicen que todo se pega… Lo escribo esbozando una sonrisa. Mi padre y yo siempre hemos compartido ideas que a los demás les hubieran parecido alocadas ¿Qué hay de malo en seguir haciéndolo?

Al llegar las vacaciones se me planteó un problema inesperado. ¿Cuál iba a ser nuestro tema favorito de conversación a falta de enanitos fantásticos?

No creo haberlo dicho hasta ahora: mis enanitos han ejercido en mi una terrible fascinación que no ha desaparecido durante el verano. Algunas ideas que me han quedado pendientes de explorar durante el curso escolar han encontrado el momento de emerger durante estos días. Así ha nacido una colección de mini hoteles para insectos, varios modelos de calculadoras y una pequeña flota de turismos y coches deportivos, que esperan en casa a cambiar de escenario y activar aprendizajes y experiencias divertidas.

He tenido ocasión de compartir con mi padre todos los inventillos que he construido a lo largo del verano.

Uno de mis enanitos fantásticos, pillo, inventor y constructor de vocación, me ha contagiado las ganas de explorar en el terreno de la automoción. Tenía ganas de hacer pruebas reutilizando materiales y de construir coches sólidos y funcionales que no se rompan con la menor acción, que no pierdan las ruedas, que puedan utilizarse para jugar y para aprender un sinfín de cosas, conectándolos con conceptos de ámbitos diferentes. Empecé con algunas ideas sencillas y he ido añadiendo materiales y probando diferentes mecanismos.

Me gusta jugar, inventar y construir y a mi padre también. Es uno de los aspectos que me permite recordarle nuestro parentesco cuando aparece la oportunidad en el transcurso de una conversación. Entonces, sale a colación el refrán: “De tal palo tal astilla” y le explico entre risas que con lo que a él le gusta jugar, no es de extrañar que yo, su hija, haya heredado su misma afición y otras cuantas… A él le gusta que se lo recuerde y disfruta cuando las podemos compartir.

En cuanto empecé a divertirme construyendo sencillos vehículos pensé en enseñárselos y en pedirle opinión y consejo. Se trata de que participe aportando ideas en la medida que pueda y no de que asuma el papel de receptor pasivo.

En algún momento he llegado a la conclusión de que es más fácil entablar diálogo con él en torno a objetos físicos y reales que pueda observar y manipular que hablar de cosas que no vemos.

Primero le conté por teléfono en qué estaba trabajando y así recuperamos en cierto modo a los enanitos. Después siguieron las visitas en directo con los diferentes prototipos delante. Estuvo examinándolos y haciendo pruebas para comprobar el funcionamiento de las ruedas.

En la primera sesión de contacto se atrevió a amonestarme con cariño por no haber trabajado con mucha precisión dado que las ruedas de uno de los vehículos efectuaban al girar una trayectoria extraña. Sugirió que empleara imanes para impulsar uno de los modelos e intentó imaginar algún mecanismo que lo permitiera.

Sus observaciones me llevaron a probar nuevas soluciones, materiales y también acabados. El coche deportivo tomó forma cuando le incorporé unos vistosos tubos de escape y le pinté la carrocería. ¡Sólo le falta el piloto!


Entonces apareció en escena el señor Perkins. Surgió entre mis dedos a partir de una pequeña porción de plastilina. Con inmensa sonrisa y ojos bien abiertos se instaló cómodamente en el bólido.


En cuanto mi padre lo vio, esbozó una sonrisa encantadora y alargó la mano para verlo de cerca.

Te presento al señor Perkins-, le dije divertida mientras observaba su reacción.

No tengo duda de que le gustó. Su expresión, su mirada ensoñadora, lo indicaba a las claras. No le expliqué que el nombre del conductor del bólido es una especie de homenaje a una enanita fantástica que no forma parte de mi grupo, pero con quien he tenido relación este año. Le he puesto al piloto el nombre de su máquina de escribir braille. Creo que no habría entendido la explicación, pero estoy convencida de que en otra época le hubiera gustado saber sobre su origen.

Sí le expliqué la cantidad de cosas que se me han ocurrido que se podrían hacer si cada enanito se construyera un coche y el partido que creo que se le podría sacar al propio proceso de construcción. Le pareció muy interesante y sugirió algunas cosas.

Mientras impulsaba uno de los cochecitos sobre la mesa con mucho cuidado, probando el giro de las ruedas, me dijo de pronto:

Oye, a mí también me gustaría construir alguno.

Nos miramos y nos reímos los dos con complicidad. Mi cabeza barajó por unos instantes la posibilidad de llevarle un conjunto de piezas para que hiciera pruebas, pero la desestimé en un santiamén. Ya no puede hacer actividades solo. Necesita compañía constante y que lo guíen.

Instantes después supongo que el contacto con el coche lo transportó a otra época y topó con un recuerdo extraviado de su infancia: el Mecano. Un juego de piezas metálicas de la época que le permitía hacer todo tipo de construcciones e incorporar sencillos mecanismos. Estuve a punto de dedicarle un artículo entero hace tiempo. Tal vez un día recupere las notas que conservo y lo haga. Su recuerdo nos dio pie a hablar con emoción de poleas, ruedas, ruedas dentadas, grúas, brazos giratorios, etc.

Sentados bajo el tilo, en su jardín, en la sala de estar, o en el comedor, hemos compartido buenos ratos este verano. Ratos de conexión y complicidad que me han hecho olvidar por momentos la pregunta que me inquieta últimamente y que ha dado nombre a este artículo.

Sin embargo, nuestras conversaciones por teléfono y en directo tienen efectos secundarios imprevisibles que no soy capaz de anticipar. La noche que siguió a una de mis visitas anduvo buscando las llaves de su coche, asegurando que lo tenía aparcado en la calle. Por lo que me han contado, resultó difícil persuadirle para que abandonara la búsqueda. Y hace un par de días me contó ilusionado que volvía a tener coche, pero cuando trató de explicarme algo en relación con él me dijo contrariado que había olvidado dónde estaba exactamente, así que le contesté que no se preocupara que seguro que aparecería. No supe muy bien qué efecto tuvo mi respuesta. Me pasa a menudo.

Su cabeza intenta encajar piezas y se mezclan los puzles. Pasado y presente, ficción y realidad.

Su último coche hace tiempo que desapareció de su vida. Era un Opel corsa y le llamaba: “el ferrarito”. A mi padre le hubiera hecho ilusión tener un Ferrari. Tal vez se haya imaginado estos días conduciendo el bólido del señor Perkins… Y si es así, no es de extrañar que no recuerde dónde está aparcado…


26 Enanitos

 

Gorro de enanito

Ha pasado prácticamente un año desde que publiqué el anterior artículo de esta sección del blog que he dedicado a la creatividad y el alzhéimer a raíz de la enfermedad que sufre mi padre desde hace años. Ésta avanza inexorablemente, destruyendo sus recuerdos, su autonomía, su capacidad para comunicarse y todo lo que ha constituido su identidad.

Que haya interrumpido casi un año la publicación de artículos de esta sección, no se debe al hecho que haya dejado de relacionarme con mi padre durante este tiempo, todo lo contrario. Se debe al hecho de no haber dispuesto del tiempo necesario para explicar a través de estos artículos las fantásticas conversaciones que hemos compartido este último año y la bonita relación que nos sigue uniendo.

La falta de tiempo tiene que ver con mi cambio de horario y de contexto laboral. Siempre me he dedicado a la Educación, pero nunca hasta este año había trabajado a tiempo completo en una escuela, con 26 enanitos a mi cargo.

Escribo enanitos con respeto y cariño. Es el término que he compartido con mi padre para referirme a mis alumnos y alumnas de segundo curso de primaria.

Carnaval 2018. Prototipo del gorro construido por los enanitos de segundo curso de primaria de la Escuela Montserrat Solà.

Siempre nos han gustado los diminutivos. En su Andalucía natal su uso es frecuente y él siempre los ha empleado para referirse con especial cariño y simpatía tanto a objetos como a personas o situaciones. También compartimos la afición por los seres fantásticos.  Cuando yo era muy pequeña algunos sábados jugábamos a buscar enanitos en mi habitación.  Él lograba atraparlos con la mano con sumo cuidado, y desaparecían en cuanto la abría, sin que yo lograra verlos…

Los 26 enanitos de este año han sido reales. Y también seres fantásticos. Todos con nombre propio. Se han convertido en el centro de nuestras conversaciones diarias a través del teléfono durante todos los meses que ha durado el curso.

Al principio dudé que pudiera recordar el hecho de que yo trabajara en una escuela. Cada vez más, tiene dificultades para integrar cambios y novedades, pero en pocos días los enanitos se convirtieron en una rutina y aun ahora, cuando escribo este artículo, a mediados de agosto, me pregunta por ellos:

– ¿Y cómo van tus enanitos?

Siguen de vacaciones le explico.

– ¿Ah sí?, ¡Qué bien! contesta él.

– ¡Pues sí!. Las vacaciones siempre se agradecen y son necesarias para reponer fuerzas, porque 26 enanitos desgastan mucho.

Se lo digo con tono alegre.

– ¿Cuántos? pregunta con voz de asombro.

– 26, 26 enanitos.

 -¡¡¡26!!! exclama impresionado.

Y me río. No tengo ni idea de las veces que habré contestado a esta pregunta. Y él no es consciente de las veces que me lo ha preguntado, pero, aun así, cada vez que lo hace, me entra la risa al oír su exclamación y sus observaciones posteriores:

– Oye, pues 26 enanitos ¡son muchos!

– Sí, lo sé, lo sé …

Algunas veces pregunta si también hay enanitas y le respondo afirmativamente.

A mi padre le hubiera gustado ser maestro. Me lo ha dicho muchas veces a lo largo de este curso y se ha ofrecido innumerables veces a echarme una mano. Ya no se acuerda, pero él hizo de maestro voluntario ayudando a algunos adultos llegados de otros países. Muchas personas le estuvieron agradecidas en aquella época y él disfrutó muchísimo de la experiencia. Siento que lo haya olvidado. Ni se me ocurre tratar de recordárselo. Hubo un tiempo en que quizá tenía sentido hacerlo, pero ahora no.

Carnaval 2018.
Prototipo del gorro construido por los enanitos de segundo curso de primaria de la Escuela Montserrat Solà.

A mi padre siempre le han interesado los temas relacionados con la educación y la creatividad. A lo largo de los años, nos hemos pasado horas y horas charlando y compartiendo intereses, ideas, lecturas, experiencias, etc. Y estoy convencida de que esto es precisamente lo que explica que sea capaz de conectar con estos temas a pesar de los estragos que la enfermedad le ha producido y que actualmente repercuten sobre todas sus capacidades.

A lo largo de este último año no ha dejado de sorprenderme y maravillarme con su capacidad para seguir mis relatos y explicaciones diarios sobre mis fantásticos enanitos y enanitas y para exponer sus ideas, opiniones, bromear e incluso hacer recomendaciones (eso sí, con mucha prudencia) sobre todo lo que le contaba.

Siempre me ha interesado lo que mi padre aún puede hacer y disfrutar a pesar de la enfermedad y no tanto lo que no puede hacer. Trato de concentrarme en lo que es posible y no dar por hecho que no es capaz de algunas cosas. Pruebo, intento, me esfuerzo y lo cierto es que algunos días, no todos, las conversaciones telefónicas que hemos mantenido podrían haber formado parte de un compendio de reflexiones profundas sobre lo que significa aprender y las infinitas maneras en que podemos hacerlo.

Nuestro propio intercambio constituye un buen ejemplo de ello. El día que me dijo textualmente que no sólo disfrutaba con nuestras conversaciones, sino que también estaba aprendiendo mucho, me quedé realmente fascinada. Sé que no mentía. Es innegable que uno aprende cuando percibe que lo hace, y en su caso además le producía una sensación de bienestar y felicidad que me transmitió con tono eufórico. Otra cosa diferente es que no pueda acordarse de nada de lo que hayamos hablado en cuanto cuelga el teléfono.

Me dio mucho que pensar su afirmación. Estoy casi convencida de que el término aprendizaje se desestima con relación a los enfermos de alzhéimer. Pierden facultades, cada vez saben hacer menos cosas y se olvidan de todo. Me pregunto si esto es motivo suficiente para descartar que puedan aprender y disfrutar haciéndolo. Pienso que no. Tal como entiendo yo el término, vinculado a la idea de proceso, el aprendizaje debería ser una constante en la vida de cualquier persona. No digo que sea fácil que se produzca en determinadas circunstancias. Mientras escribo, siento de pronto que la clave para tratar con enfermos de alzhéimer tal vez esté relacionada con el aprendizaje. Y me doy cuenta de que no es la primera vez que le doy vueltas a esta idea porque me acuerdo de una frase que dice mi padre a menudo y que me dio pie a escribir un artículo que os invito a leer: ¡Hombre, eso no lo sabía yo!

Le he agradecido casi a diario durante todo el curso que tuviera interés por escuchar mis relatos e ideas y por los comentarios interesantes que ha hecho. En cuanto me decía:

– Oye, si te puedo ayudar en algo …

Me daba pie a contestarle:

– Me ayudas cada día que hablo contigo.

¿Sí? (pronunciado con sorpresa y seguido de una risa discreta)

– El hecho de que me escuches con tanta atención sin hacer juicios de las cosas que te cuento, constituye para mí una ayuda impresionante y te estoy muy agradecida por ello. Las conversaciones contigo me resultan muy interesantes. Me sirven para reflexionar sobre lo que he puesto en práctica con los enanitos y me ayudan a percibir cosas de las que no me había dado cuenta. Me siento afortunada de tenerte y de que me escuches a diario con tanto interés. ¡Ya le gustaría a mucha gente tener un interlocutor tan gentil como tú para poder hablar de temas que les interesan y preocupan!

– Oye pues te agradezco que me lo digas. (Lo dice con humildad y satisfacción a la vez. Y luego se ríe)

Sigo, aún tengo mucho por agradecerle:

– Me encantan tus observaciones, me inspiran. Son muchos los días que se me ocurren ideas para poner en práctica mientras hablo contigo. A veces tus preguntas me ayudan a encontrar soluciones inesperadas a cosas que necesitaba resolver. Ya sabes que a veces empiezo actividades y propuestas que no sé exactamente en qué dirección van a crecer y mientras hablamos se me ocurre cómo, gracias a ti.

Gorro de enanito

He utilizado muchas frases diferentes a lo largo del año, pero todas en la misma línea y con la misma intención: Agradecerle a mi padre su capacidad de escucha y su empatía, así como su ayuda diaria e incondicional.

Para comunicarse con él es imprescindible transmitir ideas de forma clara, destacar lo esencial, ordenar el discurso, repetirlo, ir despacio, destacar algunos puntos, etc. Así que las circunstancias me han obligado, por así decirlo, a realizar un ejercicio de análisis y síntesis diario que de otra manera no sé si hubiera realizado. Y no ha sido sólo un ejercicio mental porque el hecho de expresar en voz alta mis pensamientos y de oírme a mí misma pronunciarlos ha constituido un ejercicio al que le he sacado mucho partido. La reflexión compartida con él sobre mi propia práctica, sumada a todas sus observaciones, me han ayudado en muchos sentidos. Él siempre me apoya, me anima, me consuela y me escucha. Y su actitud ha contribuido a que me sintiera en muchos momentos segura y confiada, dispuesta a convivir con la frustración que generan muchas situaciones, decidida a buscar soluciones imaginativas a problemas de aprendizaje y de conducta, a perseverar, a imaginar escenarios insólitos, etc.

Sé que no recuerda mis palabras en cuanto cuelga el teléfono, pero las emociones que siente al escucharlas no perecen en unos instantes, perduran por un tiempo que no sé precisar y reviven.

Cada día puedo agradecerle su conversación como si fuera la primera vez que lo hiciera y percibir la satisfacción que le produce saber que me ayuda. Puedo también escoger palabras y frases distintas y diversificar y enriquecer nuestro diálogo con matices sutiles. No se trata de un discurso repetitivo sino de un ejercicio creativo. No aburre, estimula. A los dos.

No estoy segura de que capte mis palabras como a mí me gustaría, así que me satisfaría que este artículo sirviera para dejar constancia del sincero agradecimiento que siento. El alzhéimer no anula las posibilidades de hacer que las personas que lo sufren, sean y se sientan, competentes, útiles y queridas.

*

Durante el curso he tratado de conectar a mi padre con mi escuela, mi aula y mis 26 enanitos de tantas maneras como se me han ocurrido. Algunas han tenido bastante éxito y otras no tanto. He guardado fotografías y notas para recuperar, cuando pueda, algunas de las anécdotas y de los episodios más bonitos que han sucedido a lo largo del año y darles forma de artículo.

Medio eclipse de sol

 

Hace ya unos cuantos días, cuando llamé a mi padre por teléfono con objeto de mantener nuestra conversación diaria y contribuir así a ejercitar sus capacidades, mermadas por el alzhéimer, estaba sentado bajo el tilo de su jardín.

Es un lugar que identifico sin problemas y que puedo recrear mentalmente en muchos sentidos. A veces pasamos largos ratos sentados juntos bajo el árbol. En aquel momento él estaba contemplando el cielo desde donde estaba y me contó que justo estaba observando medio eclipse de sol.

¡Qué poético y sugerente! Nunca había oído hablar de medio eclipse. De uno parcial sí, pero medio me pareció mucho más divertido e interesante.

No supe en realidad a qué se refería exactamente así que preferí escuchar. Tuve la impresión de que tal vez había transformado el eclipse de luna que había tenido lugar unos días antes, en un medio de sol. O tal vez no, y había integrado medios datos sobre un anunciado y próximo eclipse total de sol, visible sólo en Estados Unidos, y por eso sólo tenía en mente medio eclipse.

Sus explicaciones sobre él fueron muy confusas. Creo que trataba de explicarme algo relacionado con los eclipses en general. Algo sobre “los dos” que lo provocaban, como si se estuviera refiriendo al sol y al objeto (la luna) que se interpone entre él y la tierra, produciendo un transitorio apagón solar.

De pronto me dijo:

– Lo que produce sombra está ahí. Mmmmm … Una especie de… mmmmmm… una especie de cubo con una casita encima… No sé…

Tengo la impresión de que cuando dice: “No sé” (con tono dubitativo), es que tiene dificultades para seguir, por motivos que pueden ser diferentes.

Pensé que posiblemente el cubo con la casita encima debía corresponderse con la silueta de alguno de los edificios que ve a lo lejos sentado bajo el tilo, pero no sé realmente a qué se refería.

Su explicación me volvió a parecer poética y sugerente. Me hizo pensar en el Pequeño Príncipe de Saint-Exupéry e imaginé un planeta cúbico con una casita encima produciendo medios eclipses de sol, periódicamente.

Atender sus explicaciones no cuesta. Lo que resulta difícil es intentar racionalizar este tipo de conversaciones y además creo que no tiene ningún sentido. ¿De qué sirve tratar de convencerle de que no hay ningún eclipse si él lo ve, aunque sólo sea medio? ¿de qué sirve explicarle que es la luna y no un cubo con casita la que produce eclipses?

Resulta más fácil y creo que también más estimulante invitarle a seguir hablando y a describir o contar lo que intenta, ayudándole con alguna palabra, aunque le cueste, y a escuchar con paciencia sus explicaciones, que suelen ser lentas, reforzándolas con frases sencillas como ésta:

– ¡Qué suerte tienes de estar viendo medio eclipse! Desde mi casa ya no puedo ver el sol, se ha escondido tras el promontorio que ocupa la casa del vecino. Los eclipses son fenómenos muy interesantes. A mí me gustan mucho. (Contesta que a él también)

No recuerdo cómo siguió la conversación, pero sé que saltamos a otro tema en cuanto fue posible. A veces sólo se trata de efectuar una maniobra suave de cambio de dirección.

Oye, mientras tú estabas ahora disfrutando del eclipse, ¿sabes qué estaba haciendo yo?

– No, ni idea.

Pues estaba atando las tomateras del huerto con unas fibras vegetales que compré el otro día yendo contigo.

– ¿Conmigo?

Si, no sé si te acordarás de que hace ya unos días fuimos a comprar verduras y estuvimos sentados un buen rato bajo un roble.

– ¿Un roble?

Sí, un roble al lado de una balsa con peces

– ¡Ah sí, ya me acuerdo! Me gusta mucho ese sitio. ¿Tu has estado alguna vez allí?

Si sí, el otro día compré allí unas fibras vegetales.

– ¿Fibras vegetales?

Sí, no sabría decirte qué tipo de fibras, hay muchas diferentes. Todas están hechas con plantas, como la pita, el yute o la rafia. Son ideales para atar las tomateras porque son biodegradables a diferencia de los plásticos.

Sí, puede ser.

Esta última frase también la usa con frecuencia. Admite como una posibilidad que lo que le cuento pueda ser cierto, pero sólo como posibilidad. En este caso no dice: ¡Hombre, eso no lo sabía yo!, cosa que hace en otras ocasiones, como ya he contado. No sé de qué depende, pero tengo la impresión de que cuando exclama esta última frase lo hace con sorpresa y curiosidad y ganas de saber incluso más cosas y lo cierto es que no todos los temas le suscitan el mismo interés. En este caso reconozco que el eclipse era más interesante que mis fibras vegetales, pero el intento de efectuar una maniobra suave de cambio de dirección me llevó a ellas sin habérmelo propuesto.

De las fibras saltamos al plástico. Le expliqué que tiempo atrás había usado cordeles de plástico para atar las tomateras hasta que alguien entendido me hizo una reflexión y me sugirió que no lo volviera a emplear. No es biodegradable y hay que retirarlo manualmente de las matas cuando éstas mueren a finales de verano para evitar que caiga al suelo y se mezcle con la tierra.

O sea que el plástico es biodegradable?

– No, no, lo contrario. El plástico no se degrada y cada año se recogen toneladas de plásticos de los mares de todo el planeta, a donde han ido a parar como residuos.

– ¡Hombre eso no lo sabia yo!

Su frase denotó su interés de forma inequívoca. Aproveché y seguí proporcionándole toda la información que se me ocurrió en relación con el problema que representan para el planeta los residuos plásticos que genera el hombre. La conversación fluyó a mejor ritmo que minutos atrás cuando empezamos con el medio eclipse.

Y pocos minutos después me contó que se había enterado de que en una playa de aquí cerca tenían problemas a causa de los muchos plásticos acumulados y no se podían ni bañar de la cantidad de botellas y eso que se habían acumulado en … en… en…

– ¿En el mar?, le ayudé a completar.

Puso en juego una inteligente maniobra: se apropió de informaciones que yo le acababa de proporcionar, las transformó creativamente (probablemente las mezcló con otras cosas) y las hizo emerger al cabo de muy poco en la conversación, participando así en ella con mucho sentido. Además, atribuyó lo que sabía a que lo había leído en algún sitio. Probablemente en el periódico. Lo lee cada día. Lo hace en más de una ocasión porque a menudo no se acuerda de que ya lo ha estado leyendo u hojeando. También por el hecho de que cada vez le resultan más incomprensibles las noticias que en él aparecen. Últimamente, me lo comenta a menudo:

– Oye llega un momento en que yo me pierdo con lo que pone el periódico.

– ¡No me extraña! le digo. ¡No hay quien entienda cómo funciona el mundo! En general está el panorama muy loco, aquí y en todas partes. Y manifiesta estar completamente de acuerdo conmigo.

No era la primera vez que ponía en juego dicha maniobra, ni la primera vez que yo me daba cuenta. Pero sí es la primera vez que yo estuve reflexionando sobre ella. Podía convertirse en una posible estrategia a poner en práctica por mi parte ahora que había trascendido el terreno de las observaciones inconscientes.

Cuando más datos recientes tenga sobre un tema que sea objeto de conversación entre nosotros, más podrá intervenir él, aportando la misma información (transformada) que se le acaba de proporcionar. Se trata por tanto de proporcionarle datos, entendibles y sencillos que él pueda manejar y recordar en el transcurso del rato que dura la conversación por teléfono. Así él se siente protagonista porque también aporta datos interesantes a la conversación. Suelen ser bastante originales.

Encuentro poéticas sus transformaciones y también sugerentes, creativas y divertidas. Cada vez estoy más convencida de que el cerebro de los enfermos de alzhéimer se resiste a la desintegración y sigue buscando caminos alternativos para ejercer las funciones que siempre ha llevado a cabo.

Me parece admirable. A un cerebro que se resiste (el suyo) pienso que hay que seguir proporcionándole todos los estímulos que sea posible. Y esto, para mi cerebro, es un reto fascinante.

 

En el «Garden»

 

Bandeja de «coleos» del Garden

Quise escribir este artículo hace tiempo, acompasándolo a una de las actividades conjuntas que meses atrás estuvimos realizando mi padre y yo, pero entonces no encontré el momento de hacerlo y lo hago ahora, en diferido. El último artículo que he publicado en esta sección del blog, titulado: “¿Dónde están los otros?”, me ha hecho pensar en mi antiguo propósito y me ha impulsado en cierto modo a recuperarlo a raíz de la reflexión que en él he plasmado, sobre las personas del entorno cotidiano de los enfermos de alzhéimer, como mi padre, que asisten con estupor a la pérdida progresiva de memoria que éstos experimentan y acaban por desaparecer de sus vidas.

Durante el invierno pasado y probablemente también algún día de otoño y primavera, uno de nuestros destinos frecuentes cuando salíamos juntos de paseo fue el “Garden” (un centro de jardinería). Ambos compartimos el interés y el gusto por las flores, las plantas y los árboles y también por todo tipo de animales. Por la naturaleza, en definitiva. El lugar constituye un auténtico catálogo de seres vivos, condensados en un espacio relativamente pequeño.  Reúne especies botánicas para todo tipo de jardines y para nosotros tiene un gran valor.

Adelfas blancas

Aprovechábamos las ocasiones que se presentaban de realizar algún pequeño encargo familiar en el “Garden” para alargar la visita todo el tiempo que nos era posible disfrutando de un paseo relajado entre mesas, estantes, tendales y otros espacios y rincones llenos de macetas con plantas y flores de todo tipo, que suscitaban muchas conversaciones entre nosotros.

En el pasado habíamos visitado diferentes centros de jardinería, pero una serie de factores han hecho que en los últimos meses hayamos visitado siempre el mismo, a unos pocos minutos en coche del domicilio familiar, justo al lado de una gasolinera, que también nos ha brindado la oportunidad de realizar otra actividad conjunta: poner combustible al vehículo.

El espacio ha posibilitado que hayamos podido desarrollar magníficas sesiones sensitivas y tridimensionales para ejercitar la memoria mientras paseábamos.

Adelfas de dos colores diferentes

 

Cuando llegábamos al “Garden” saludábamos a la única persona que solía estar a disposición del público:

 

–  Buenas tardes, venimos a comprar un saco de tierra de castaño, pero nos entretendremos un buen rato paseando por su “Garden”, porque nos gusta mucho ver sus flores y recordar el nombre de todas las que ustedes tienen. Espero que no le importe que nos pasemos un buen rato mirando y hablando. A la salida cogeremos el saco.

El saco de castaño cambiaba según el día por: un insecticida para acabar con las mariposas del geranio, una verbena de color violeta, sobres de hierro para las gardenias, etc. El resto del mensaje solía ser similar y lo repetía cada vez que íbamos al “Garden”.

Flor de hibisco

Me esforzaba en acentuar la palabra “recordar” al decirla. El amable jardinero nos sonreía y nos invitaba a pasar y a estar todo el tiempo que quisiéramos viendo sus flores. Creo que captaba lo importante que era para nosotros esta visita-paseo. Lo de menos era el saco de tierra, o cualquiera de los otros productos, que nos llevábamos.

Yo le dirigía una sonrisa amable y sincera. Agradecía la comprensión que demostraba cuando nos invitaba a pasar y a estar el tiempo que nos apeteciera.

Creo que una sencilla y discreta explicación facilita a las personas del entorno cotidiano, “los otros”, entender algunas cosas. Además, generalmente todo el mundo siente satisfacción cuando gracias a ellos otras personas se sienten bien. Por eso acentuaba también “su Garden” cuando hablaba con la persona que nos atendía. Sus flores, nos brindaban la magnífica posibilidad de pasar un buen rato y activar la memoria y me parecía bonito que lo supiera.

Flor de hibisco

“¿Lo conoces?”, me preguntaba mi padre.

“No, pero me gusta saludar amablemente a todo el mundo”, le contestaba.

Y el añadía:

“A mí también”.

Y es cierto. Siempre se ha relacionado bien con la gente, con todo el mundo, aunque ahora le cueste y en general muchas cosas y personas le produzcan extrañeza.

En el “Garden” hay muchas cosas que ver y sobre las que hablar. Las sucesivas vistas que le hemos hecho me han servido como detector de pérdida de memoria. Además de no recordar visitas anteriores, o vagamente, (hecho que hay que tomarse en la medida que se pueda, como una ventaja a la que hay que sacarle partido por el componente de novedad que entraña), he ido percibiendo cómo escapaban de su cabeza muchos nombres de plantas y flores conocidas y algunos recuerdos asociadas a ellas.

«Crosandra»: Flor desconocida para nosotros

Generalmente hacíamos un recorrido aleatorio por donde nos interesaba y nos deteníamos en los sitios que más nos llamaban la atención. A veces era él el que hacía una observación, otras era yo. Comentábamos por ejemplo la diversidad del color de las flores de una misma especie como los rododendros o las camelias, la vistosidad de algunas flores como las gazanias, lo elegante que nos parecía una planta determinada, etc. En el “Garden” siempre hay letreros y eso nos permitía ejercitar la lectura. Algunos nombres nos resultaban conocidos, otros nos sonaban familiares y otros no los habíamos oído en la vida. A menudo imaginábamos cómo sería tener mucho dinero para comprar el “Garden” entero y una casa con un jardín enorme para colocar todas las plantas y los árboles en él.

También en alguna ocasión hemos rememorado juntos algún rincón del jardín de la abuela, su madre, donde los primos habíamos pasado algunos veranos juntos. Hace ya tiempo que creo que no puede construir una imagen mental de él.  No obstante, yo le describía algunos rincones tal como los recuerdo y les poníamos las flores directamente en el “Garden”, así nos concentrábamos en lo que estábamos viendo y en los recuerdos verbales. Me parece una actividad bastante creativa, ahora que lo pienso. Nos convertíamos por un rato en recreadores del jardín de la abuela aprovechando las flores que íbamos encontrando y nos lo recordaban.

Romero

Se sucedían recuerdos dispersos y hablábamos, tocábamos y olíamos todo lo que podíamos. La sección de plantas aromáticas era de parada obligada. Paseábamos la nariz por encima del romero mientras yo lo agitaba un poco con delicadeza, y lo mismo sobre la lavanda y el tomillo. Cuando salíamos lo hacíamos atravesando una zona con helechos. Siempre le han gustado de una manera especial y ha tenido muchísimos. Ahora prácticamente no los reconoce y les presta poca atención. Un signo inequívoco de su deterioro.

En otros tiempos, ambos nos habíamos divertido con los helechos. Conservo una serie de fotografías que le hice un día, a petición suya, que titulamos: «El hombre-helecho«.

Helecho de los que le gustan

Se puso debajo de un ejemplar magnífico que tenía en aquella época y las largas frondas le hacían las veces de peluca vegetal. Nos reímos mucho haciéndolas. Hace poco, al rememorar el episodio, que él no recuerda, pero le referí con detalle, le propuse que participara en una nueva y simpática serie: «El hombre-glicinia«. Posó con gusto para mí bajo la enredadera florida del domicilio familiar y lo hizo con mucha coquetería. Las fotografías que hice forman parte de mi colección privada.

Glicinia (floración de verano)

No sé si podremos volver al “Garden”. Lo escribo con pena. He revivido agradablemente algunos de los ratos que hemos pasado juntos en él mientras escribía este artículo y he acabado acercándome a él para pedirle al amable y comprensivo jardinero que me dejara hacer unas fotos para ilustrar este artículo.

No es el alzhéimer, sino los problemas de movilidad, atribuibles a su edad y a su cojera de nacimiento, los que están limitando últimamente los escenarios posibles para ir a pasear. 

Sin embargo, siempre trato de considerar las nuevas limitaciones que va apareciendo como nuevas oportunidades. No tengo ninguna duda de que encontraremos nuevos espacios para compartir nuevas experiencias, que tal vez también puedan ser objeto de un nuevo artículo.

 

¿Dónde están los otros?

 

Foto: Pixabay

El título de este artículo se corresponde con una pregunta que mi padre, enfermo de alzhéimer, sé que hace a menudo: «¿Dónde están los otros?»

No la formula cuando yo estoy con él, aunque en más de una ocasión me ha hecho preguntas similares como: “¿Y no hay nadie más?” O, “¿no viene nadie más?” O “¿no iba a venir no sé quién?”

No sabemos exactamente a quién se refiere con “los otros”, cuando lo dice. Él no puede explicarlo, aunque se le pregunte por la identidad de esos “otros” y creo que generalmente tampoco encuentra la respuesta entre las sugerencias que se le hacen.

Yo tengo la impresión de que “los otros” no tienen una identidad fija, aunque sí están ligados a un concepto fijo que se podría explicar como el deseo implícito de estar en compañía de otras personas. Esos “otros” aparecen porque probablemente experimenta sensación de soledad en muchos momentos y formulando la pregunta hace explícito de algún modo su sentimiento.

Patio de butacas del colegio todavía vacío. Completamente.

Ahora que prácticamente sólo recuerda en momentos determinados algunos episodios difusos de su infancia, y anécdotas y hechos dispersos, creo también que en ocasiones “los otros” podrían sus padres y sus hermanas o bien algún primo o familiar al que estuvo muy unido. No aparecen a la hora de la cena como tal vez él presupone que van a hacer o querría charlar un rato con ellos y no sabe dónde encontrarlos.

En realidad, quiero hablar de esta frase desde otra perspectiva que tiene que ver con lo que a mí me ha hecho pensar. Tiene que ver con las personas que han formado parte de la vida de los enfermos de alzhéimer, (no me refiero sólo a mi padre, sino a todos) y acaban por desaparecer de ella, a causa de la enfermedad. He estado reflexionando sobre ello y entiendo que sea así, aunque me gustaría poder hacer algo para que fuera de otro modo.

Foto: Pixabay

A medida que los recuerdos desaparecen, la relación con otras personas del entorno cotidiano cercano empieza a revestir complicaciones. Se vuelve incómoda a causa de la incomprensión que sufren ambas partes muchas veces.

Las personas con las que los enfermos se relacionaban habitualmente antes de la enfermedad no comprenden que no puedan acordarse de ellas. Especialmente cuando empiezan a producirse este tipo de situaciones. Cuando coinciden, se esfuerzan por hacer emerger en la conversación múltiples detalles que los hagan recordar los momentos y circunstancias que han compartido juntos.

Los enfermos, por mucho que lo intenten, no comprenden qué hacen esas personas que tienen la impresión de no haber visto en su vida, intentando convencerles de que han hecho cosas juntos que no recuerdan en absoluto. Sienten desconcierto y se sienten incómodos de oír repetidas veces frases como: … «sí, ¿no se acuerda?»… «pero como puede ser si … ¿no se acuerda?».

Pues no, no se acuerdan ni lograrán hacerlo probablemente porque no depende de su voluntad que lo hagan sino de la enfermedad, que no se los permite. Ésta les va arrebatando progresivamente los fragmentos que configuran su biografía. Sus identidades se diluyen irremisiblemente y con ellas, también las de “los otros”.

Eso también explica, creo, que los enfermos no puedan entender que tengan la edad que tengan. No encaja con sus recuerdos porque éstos han desaparecido. ¿Cómo van a tener 86 años si no recuerdan haber vivido y tal vez al levantarse por la mañana han expresado su intención de ir al colegio? No se va a la escuela con 86 años y eso, a veces, sí lo saben.

Anotación de mi padre sobre uno de los diseños de uno de sus cuadernos de dibujo

Encuentro coherencia en este no reconocimiento de la edad. Sus cerebros ajustan los años que presuponen que tienen, aunque no lo digan, a la cantidad de recuerdos que conservan, aunque sea de forma difusa. Por eso, probablemente, también expresan que se sienten capaces de hacer cosas que a los demás nos parecen impensables, aunque luego no las hagan realmente. Hablo de cómo se perciben a sí mismos. Ellos se perciben capaces y el entorno todo lo contrario. Resulta complejo combinar ambas perspectivas.

“Los otros” acaban por sentirse incómodos cuando coinciden con los enfermos. Los que antes fueron sus amigos, clientes, compañeros de asociación, vecinos y un largo etcétera. A pesar de sus bienintencionados esfuerzos no consiguen hacerse un lugar en sus cabezas y acaban generalmente por evitar los encuentros. Creo que resulta explicable. Cuando desaparecen de las cabezas de los olvidadizos enfermos de alzhéimer no resulta fácil comunicarse con ellos. No lo es para su entorno más íntimo y privado, así que con más razón para los que no pertenecen a él.

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Hay otra razón que yo creo que también contribuye a hacer difícil la comunicación con estos enfermos y se da cuando “los otros” no saben qué les pasa. No suele hablarse abiertamente de la enfermedad y menos si ellos están presentes (o así debería ser). Y aunque se hable, tengo la impresión de que hay vivir cerca del alzhéimer para entender cómo se manifiesta. Tampoco es fácil abordar el tema y dar explicaciones, ni se presentan a menudo ocasiones de hacerlo.

Los “otros” sencillamente empiezan a notar que a aquellos a quien hace años que conocen les pasa alguna cosa. No saben qué, aunque algunos tal vez se lo imaginan. Adoptan actitudes muy diferentes: tratan de hacer preguntas disimuladamente, hacen gestos de extrañeza, lanzan miradas de complicidad, sonrisas forzadas, sonrisas cordiales y palabras amables, etc. Un amplio catálogo de posibilidades que revelan posiciones diversas y también cómo se sienten “los otros”. Muchas veces no saben cómo afrontar la conversación. No están preparados para ello.  Lo entiendo perfectamente. Nadie lo está de antemano, hacen falta muchas horas de práctica y aún así no siempre es fácil.

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A medida que la autonomía de los enfermos se reduce y disminuyen habilidades y capacidades, el círculo de personas con las que mantiene relación mengua sin remedio.

Y cuando ello ocurre, la pregunta que hace a menudo mi padre adquiere un sentido genérico.

¿Dónde están los otros?

 

Es como si se ampliase su significado y ese “otros” englobara a un “OTROS” mucho mayor que unas pocas personas en concreto de su vida.

Cuando el círculo de relaciones se reduce para el enfermo, también lo hace para la persona que lo cuida.

Soledad y alzhéimer acaban por ir de la mano.

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Y “los otros” tal vez se pregunten qué debe haber pasado con el olvidadizo señor X o la olvidadiza señora Y. Durante una temporada los siguen viendo en compañía de otras personas, pero con el tiempo acaban por dejar de verlos. Desaparecen de sus vidas, aunque probablemente no de sus cabezas, por lo menos durante un tiempo, que estimo podría ser proporcional a la calidad de la relación que tuvieron con dichas personas.

Bajo el roble, “a lo Thoreau”

La autonomía de los enfermos de alzhéimer, como mi padre, decrece inexorablemente. Es un problema que repercute en la persona que lo cuida y acaba exigiendo de ella una atención de 24 horas al día sin interrupción.

Los que no somos cuidadores, sino acompañantes ocasionales habituales, como es mi caso, podemos ejercer un papel diferente al de las personas que además de intentar cuidarse a sí mismas, los cuidan a ellos durante todo el día.

Una de las cosas que yo me planteo es aprovechar el tiempo que paso con mi padre para hacer lo que yo llamo actividades conjuntas. El concepto es bien sencillo: en vez de salir a pasearlo, salgo de paseo con él. En vez de sentarlo bajo el roble, nos sentamos los dos juntos, y pasamos el rato “a lo Thoreau”.

La diferencia puede parecer sutil, pero es substancial. Se trata de compartir en todos los sentidos estos ratos en los que podemos estar juntos.

Hace unos días oí una referencia a un destacado escritor americano del siglo XIX: Henry David Thoreau.  Reconozco que no lo conocía y que me hizo pensar en mi padre. Vivió de 1817 a 1862 y algunas de sus ideas son de una vigencia que resulta casi sorprendente. Me ha resultado sencillo encontrar información sobre él, y ya he empezado a leer uno de sus libros más conocidos: “Walden o la vida en los bosques.”

Si Thoreau me hizo pensar en mi padre fue porque escuché que reivindica el goce de las pequeñas cosas, los paseos por los bosques, por los prados, en contacto con la naturaleza y disfrutando de ella con todos los sentidos: de los colores, las formas, las texturas, las fragancias, los sonidos:  crujidos, revoloteos, brisas, vendavales, agua corriendo, etc.

Mi padre siempre ha disfrutado de estas cuestiones, y lo sigue haciendo, a pesar del alzhéimer. Es capaz de apreciar y valorar sencillas cosas que le aporta el contacto con la naturaleza. Ahora pienso que el artículo que titulé: “Los Montes”, constituye un buen ejemplo.

Thoreau ha sido ya objeto de atención en nuestras conversaciones diarias por teléfono, junto con otras cuestiones. Pero lo que quiero ahora contar se refiere a compartir momentos a “lo Thoreau” si se me permite la expresión. A compartir el goce por las sencillas cosas que ofrece un espacio natural.

A 10 minutos escasos en coche desde el domicilio familiar, hay un rincón que a mi padre le fascina. Pertenece a una finca de agricultores que cultiva verduras de temporada y las vende al detalle y también abastece algunos comercios y restaurantes de la zona. En el extremo de la finca hay un roble magnífico junto a una balsa habitada por peces de colores y un par de tortugas.

Bajo el roble, a la sombra, hay dos bancos de madera orientados hacia el mar. Éste se divisa ocupando todo el horizonte. La temperatura es magnífica. Sopla siempre una ligera brisa marina.

El interés familiar por los productos hortícolas frescos y la predisposición de mi padre para salir a pasear, aunque sea en coche, han propiciado que descubriéramos este rinconcito y ahora lo visitemos deliberadamente para disfrutar de él, “a lo Thoreau, tal como he comentado antes.

Mi padre se queda acomodado en el banco mientras yo voy hasta el cobertizo donde se adquieren las verduras recién traídas del campo. Me entretengo unos minutos con el propietario hablando del huerto y de la vida. Le digo que si no tiene inconveniente nos quedaremos un buen rato bajo el roble y también daremos a los peces un poco de pan seco que hemos traído. Nos invita a pasar tanto tiempo como nos apetezca y me cuenta lo mucho que él disfruta bajo el árbol.

Cuando vuelvo, mi padre está relajado y fascinado con la impresión que le causa el lugar.

“Oye, esto es fabuloso”, me dice.

“A mí también me lo parece”, le contesto

Tiene una ramita en su mano que ha ido rompiendo en trocitos. Me la enseña:

“Oye, ¡hasta esto es fabuloso!”

Le miro con una amplia sonrisa y asiento sin decir palabra. Capto lo que quiere decir. Se refiere al tacto de la ramita en su mano, al sonido que hace al partirla, a los trocitos desordenados que ahora tiene sobre la palma de la mano. El suelo está lleno de ellas y se ha agachado a recoger una. Hay también hojas, algunas bellotas y muchas piedras redondeadas.  Nos fijamos los dos en las pequeñas cosas que percibimos y hablamos sobre ellas. Las hojas, las ramas, la corteza del árbol, los pájaros que presumiblemente se posan en él, etc.

Introduzco a Thoreau en la conversación, le vuelvo a contar quien es, y lo que pienso que tenemos en común los tres. Le hablo de mis planes de leer alguno de sus libros y de compartir con él mis impresiones sobre la lectura. Rememoro con imprecisión alguna de las frases que he estado recopilando de él y comentamos su contenido. El espacio resulta idóneo:

Ahora las reproduzco con exactitud:

“Hay muchos que se van por las ramas, por uno que va directamente a la raíz”.       

El más rico es aquel cuyos placeres son los más baratos

                                                                                                             H.D. Thoreau

 Disfrutamos de la charla, de la vista, de la temperatura, de la brisa y del sonido del agua cayendo en la balsa, que a mí me transporta a los jardines del Generalife de Granada. Los visitamos hace muchos años y recuerdo que él fue quien me explicó sobre los ingenios que habían hecho los arquitectos árabes de los jardines para poder regar y hacer llegar el agua a todas partes, mediante acequias y otros sistemas. Presumo que él transita mentalmente por las afueras de su Málaga natal. El puerto se ve a lo lejos y comenta lo mucho que está cambiando el entorno.

Abandonamos la sombra del roble y seguimos disfrutando de los peces, sentados ambos en el muro de la balsa. Sólo con agitar el agua con las manos aparecen como por arte de magia. Los hay de todos los colores y alguno tiene un tamaño considerable. Nos sobresalta uno que mide un par de palmos y se lanza sobre un currusco de pan.

Decide probar a darles a comer de la mano. Se inclina, la introduce en el agua y espera que se acerquen a mordisquearle el pan que sujeta con los dedos, pero no tarda mucho en retirarla.  Lo hace cuando aparece una tortuga que también parece sentir interés por el pan y nada elegantemente buscando las migas que ambos hemos ido lanzando al agua.

 

 

Cuando nos marchamos, decidimos que volveremos en cuanto podamos a pasar un rato bajo el roble porque a los dos nos parece un sitio realmente fabuloso.