Bajo el roble, “a lo Thoreau”

La autonomía de los enfermos de alzhéimer, como mi padre, decrece inexorablemente. Es un problema que repercute en la persona que lo cuida y acaba exigiendo de ella una atención de 24 horas al día sin interrupción.

Los que no somos cuidadores, sino acompañantes ocasionales habituales, como es mi caso, podemos ejercer un papel diferente al de las personas que además de intentar cuidarse a sí mismas, los cuidan a ellos durante todo el día.

Una de las cosas que yo me planteo es aprovechar el tiempo que paso con mi padre para hacer lo que yo llamo actividades conjuntas. El concepto es bien sencillo: en vez de salir a pasearlo, salgo de paseo con él. En vez de sentarlo bajo el roble, nos sentamos los dos juntos, y pasamos el rato “a lo Thoreau”.

La diferencia puede parecer sutil, pero es substancial. Se trata de compartir en todos los sentidos estos ratos en los que podemos estar juntos.

Hace unos días oí una referencia a un destacado escritor americano del siglo XIX: Henry David Thoreau.  Reconozco que no lo conocía y que me hizo pensar en mi padre. Vivió de 1817 a 1862 y algunas de sus ideas son de una vigencia que resulta casi sorprendente. Me ha resultado sencillo encontrar información sobre él, y ya he empezado a leer uno de sus libros más conocidos: “Walden o la vida en los bosques.”

Si Thoreau me hizo pensar en mi padre fue porque escuché que reivindica el goce de las pequeñas cosas, los paseos por los bosques, por los prados, en contacto con la naturaleza y disfrutando de ella con todos los sentidos: de los colores, las formas, las texturas, las fragancias, los sonidos:  crujidos, revoloteos, brisas, vendavales, agua corriendo, etc.

Mi padre siempre ha disfrutado de estas cuestiones, y lo sigue haciendo, a pesar del alzhéimer. Es capaz de apreciar y valorar sencillas cosas que le aporta el contacto con la naturaleza. Ahora pienso que el artículo que titulé: “Los Montes”, constituye un buen ejemplo.

Thoreau ha sido ya objeto de atención en nuestras conversaciones diarias por teléfono, junto con otras cuestiones. Pero lo que quiero ahora contar se refiere a compartir momentos a “lo Thoreau” si se me permite la expresión. A compartir el goce por las sencillas cosas que ofrece un espacio natural.

A 10 minutos escasos en coche desde el domicilio familiar, hay un rincón que a mi padre le fascina. Pertenece a una finca de agricultores que cultiva verduras de temporada y las vende al detalle y también abastece algunos comercios y restaurantes de la zona. En el extremo de la finca hay un roble magnífico junto a una balsa habitada por peces de colores y un par de tortugas.

Bajo el roble, a la sombra, hay dos bancos de madera orientados hacia el mar. Éste se divisa ocupando todo el horizonte. La temperatura es magnífica. Sopla siempre una ligera brisa marina.

El interés familiar por los productos hortícolas frescos y la predisposición de mi padre para salir a pasear, aunque sea en coche, han propiciado que descubriéramos este rinconcito y ahora lo visitemos deliberadamente para disfrutar de él, “a lo Thoreau, tal como he comentado antes.

Mi padre se queda acomodado en el banco mientras yo voy hasta el cobertizo donde se adquieren las verduras recién traídas del campo. Me entretengo unos minutos con el propietario hablando del huerto y de la vida. Le digo que si no tiene inconveniente nos quedaremos un buen rato bajo el roble y también daremos a los peces un poco de pan seco que hemos traído. Nos invita a pasar tanto tiempo como nos apetezca y me cuenta lo mucho que él disfruta bajo el árbol.

Cuando vuelvo, mi padre está relajado y fascinado con la impresión que le causa el lugar.

“Oye, esto es fabuloso”, me dice.

“A mí también me lo parece”, le contesto

Tiene una ramita en su mano que ha ido rompiendo en trocitos. Me la enseña:

“Oye, ¡hasta esto es fabuloso!”

Le miro con una amplia sonrisa y asiento sin decir palabra. Capto lo que quiere decir. Se refiere al tacto de la ramita en su mano, al sonido que hace al partirla, a los trocitos desordenados que ahora tiene sobre la palma de la mano. El suelo está lleno de ellas y se ha agachado a recoger una. Hay también hojas, algunas bellotas y muchas piedras redondeadas.  Nos fijamos los dos en las pequeñas cosas que percibimos y hablamos sobre ellas. Las hojas, las ramas, la corteza del árbol, los pájaros que presumiblemente se posan en él, etc.

Introduzco a Thoreau en la conversación, le vuelvo a contar quien es, y lo que pienso que tenemos en común los tres. Le hablo de mis planes de leer alguno de sus libros y de compartir con él mis impresiones sobre la lectura. Rememoro con imprecisión alguna de las frases que he estado recopilando de él y comentamos su contenido. El espacio resulta idóneo:

Ahora las reproduzco con exactitud:

“Hay muchos que se van por las ramas, por uno que va directamente a la raíz”.       

El más rico es aquel cuyos placeres son los más baratos

                                                                                                             H.D. Thoreau

 Disfrutamos de la charla, de la vista, de la temperatura, de la brisa y del sonido del agua cayendo en la balsa, que a mí me transporta a los jardines del Generalife de Granada. Los visitamos hace muchos años y recuerdo que él fue quien me explicó sobre los ingenios que habían hecho los arquitectos árabes de los jardines para poder regar y hacer llegar el agua a todas partes, mediante acequias y otros sistemas. Presumo que él transita mentalmente por las afueras de su Málaga natal. El puerto se ve a lo lejos y comenta lo mucho que está cambiando el entorno.

Abandonamos la sombra del roble y seguimos disfrutando de los peces, sentados ambos en el muro de la balsa. Sólo con agitar el agua con las manos aparecen como por arte de magia. Los hay de todos los colores y alguno tiene un tamaño considerable. Nos sobresalta uno que mide un par de palmos y se lanza sobre un currusco de pan.

Decide probar a darles a comer de la mano. Se inclina, la introduce en el agua y espera que se acerquen a mordisquearle el pan que sujeta con los dedos, pero no tarda mucho en retirarla.  Lo hace cuando aparece una tortuga que también parece sentir interés por el pan y nada elegantemente buscando las migas que ambos hemos ido lanzando al agua.

 

 

Cuando nos marchamos, decidimos que volveremos en cuanto podamos a pasar un rato bajo el roble porque a los dos nos parece un sitio realmente fabuloso.