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LA SILLA SALVAJE Y CONVERSACIONES ESPEJO
Hace ya tiempo que mi padre, que sufre la enfermedad de alzhéimer, utiliza una silla salvaje para sentarse en el jardín y para salir de paseo. La silla adquirió este nombre que tanto me gusta y me divierte (y a él también) a raíz de la visita de un familiar entrañable. Mi padre tiene una nieta australiana, mi querida sobrina, a quien hemos tenido poca ocasión de ver crecer. Ambos conectan de maravilla cuando tienen ocasión de verse. Ella sólo habla inglés. Nuestros esfuerzos por comunicarnos en el idioma que ella domina a la perfección y nosotros no, resultan a veces poco fructíferos y también dan lugar a simpáticos equívocos.
El día que me enteré de que mi sobrina había preguntado en inglés por qué su abuelo tenía una silla salvaje en vez de una silla de ruedas, me entró un ataque de risa. La confusión viene de la pronunciación de la palabra wheel (rueda), que a sus oídos pronunciamos como wild (salvaje).
Así, una vulgar silla de ruedas (wheel chair) pasó de pronto a convertirse en una sugerente silla salvaje (wild chair). Desde entonces siempre uso este nombre.
Cuando me siento bajo el tilo a conversar con mi padre, él usa siempre su silla salvaje y de vez en cuando le cuento la anécdota que le dio su nuevo nombre. La palabra nieta no tiene para él un significado claro, pero recuerda a esa chiquilla tan salada.
– ¿A si? ¿Eso decía? Eso no lo sabía yo …
Y sonrío sin llevar la cuenta de las veces que me habrá oído contarle la misma historia.
– Sí, eso decía. Y añado: A mí me parece genial que tu tengas una silla salvaje. ¿A ti no?
– Pues sí, responde.
– ¿No te parece que una silla salvaje es mucho más sugerente que una silla de ruedas?
Nos miramos y nos reímos los dos. Siempre nos ha gustado compartir ideas alocadas. No sé exactamente qué piensa y no responde. Creo que ya no puede imaginar demasiado bien algunas cosas, o tal vez pueda, pero no consiga articular las palabras que necesita para explicarlo y no insisto.
Hace ya tiempo que me indica con precisión en qué posición quiere que coloque su silla salvaje, mientras charlamos. Me hace sonreír el motivo.
Justo en la acera opuesta a su jardín, en la primera planta de un edificio industrial, colocaron hace ya unos meses un gran cartel publicitario anunciando los productos que fabrican. Le he hecho una foto:
Mi padre me cuenta que la chiquilla de la derecha, la que es una especialista en publicidad textil le parece muy mona y que siempre lo está mirando, o eso le parece a él. No han intercambiado aun palabras, pero el hecho de que esté presumiblemente pendiente de él a todas horas diría que le gusta.
Ni se me ocurre tratar de explicarle que la especialista en cuestión es en realidad el dibujo o la fotografía de un muchacho joven. Qué más da lo que sea en realidad si a él le proporciona cierto bienestar ver a una mujer joven, siempre en la misma actitud, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándolo sin pestañear.
Tiempo atrás, su cerebro interpretaba una serie de tubos bajo el tejado de la casa de un vecino como una mujer a punto de tirarse de la ventana y la escena le producía mucho desasosiego. La experta en publicidad textil, a mi modo de ver, es mucho más inofensiva y beneficiosa, así que me esfuerzo por colocar la silla en el lugar desde donde la ve mejor.
Cada vez más, resulta complicado seguir las conversaciones con mi padre. No puede construir ya hilos argumentales lógicos y fluidos. Las palabras revolotean en su cabeza, pero no quieren asomarse a sus labios cuando intenta pronunciarlas.
– ¿Se te ha perdido una palabra?, le pregunto a veces.
Me mira, entrecierra un poco los ojos sin dejar de buscarla y responde con ironía:
– ¡Jo! Si sólo fuera una…. Y nos reímos.
Últimamente me he dado cuenta de que pone en juego una nueva estrategia que otra vez me hace pensar que su cerebro se resiste a dejar de funcionar. Se resiste a la desconexión y el desorden que dificultan su comunicación y hace lo imposible por conservar sus funciones.
Su capacidad para recordar ha disminuido tan drásticamente que cualquier cosa que le cuento la olvida prácticamente al instante y tampoco puede acordarse de nada de lo que ha estado haciendo. Su desubicación en el espacio y en el tiempo también es muy pronunciada. Su cerebro admite sin problema distorsiones e irrealidades.
Diariamente le cuento a qué me he dedicado durante el día, o qué estaba haciendo justo antes de llamarlo o los planes que tengo para cuando acabemos la conversación y nos despidamos. Cada vez con más frecuencia, después de que yo le haya contado qué he hecho, él me cuenta que ha estado haciendo exactamente lo mismo que yo.
Si yo le cuento que he estado en el huerto plantando lechugas, él me dice:
– Sí, yo más o menos lo mismo. He plantado lechugas y … y …. y … bueno cosas de esas…. Y en fin ya está y no hay mayor problema.
Su última frase no acaba de conectar con el resto, pero la usa a menudo como comodín, igual que hace con otras. Algunas expresiones que ha utilizado a menudo durante su vida se resisten a desaparecer y las encaja dónde y cómo puede. Le sirven a veces para rellenar huecos.
Si yo le cuento que estoy leyendo varios libros a la vez porque me gusta según el momento leer uno u otro, él me cuenta que también tiene varios libros empezados. Cuando trata de explicarme cuáles, intento propiciar un cambio de tema en la conversación.
Si yo he estado en la escuela, él también.
Si le comento que hay niños con algunos problemas de aprendizaje, me cuenta que a él también le pasa lo mismo.
Mantenemos en muchos momentos conversaciones espejo. Yo le ofrezco un relato y él me lo devuelve como si de la imagen de un espejo se tratara. Aunque la simetría no sea perfecta e incorpore distorsiones, su cerebro es capaz de apropiarse de mis palabras y construir su propio relato, a partir de ellas.
Me parece digno de admiración y una prueba de que su cerebro se resiste a fundirse y a desaparecer a pesar de las crecientes dificultades que experimenta. También me parece un signo inequívoco de su progresivo e irreversible deterioro.