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En el «Garden»

 

Bandeja de «coleos» del Garden

Quise escribir este artículo hace tiempo, acompasándolo a una de las actividades conjuntas que meses atrás estuvimos realizando mi padre y yo, pero entonces no encontré el momento de hacerlo y lo hago ahora, en diferido. El último artículo que he publicado en esta sección del blog, titulado: “¿Dónde están los otros?”, me ha hecho pensar en mi antiguo propósito y me ha impulsado en cierto modo a recuperarlo a raíz de la reflexión que en él he plasmado, sobre las personas del entorno cotidiano de los enfermos de alzhéimer, como mi padre, que asisten con estupor a la pérdida progresiva de memoria que éstos experimentan y acaban por desaparecer de sus vidas.

Durante el invierno pasado y probablemente también algún día de otoño y primavera, uno de nuestros destinos frecuentes cuando salíamos juntos de paseo fue el “Garden” (un centro de jardinería). Ambos compartimos el interés y el gusto por las flores, las plantas y los árboles y también por todo tipo de animales. Por la naturaleza, en definitiva. El lugar constituye un auténtico catálogo de seres vivos, condensados en un espacio relativamente pequeño.  Reúne especies botánicas para todo tipo de jardines y para nosotros tiene un gran valor.

Adelfas blancas

Aprovechábamos las ocasiones que se presentaban de realizar algún pequeño encargo familiar en el “Garden” para alargar la visita todo el tiempo que nos era posible disfrutando de un paseo relajado entre mesas, estantes, tendales y otros espacios y rincones llenos de macetas con plantas y flores de todo tipo, que suscitaban muchas conversaciones entre nosotros.

En el pasado habíamos visitado diferentes centros de jardinería, pero una serie de factores han hecho que en los últimos meses hayamos visitado siempre el mismo, a unos pocos minutos en coche del domicilio familiar, justo al lado de una gasolinera, que también nos ha brindado la oportunidad de realizar otra actividad conjunta: poner combustible al vehículo.

El espacio ha posibilitado que hayamos podido desarrollar magníficas sesiones sensitivas y tridimensionales para ejercitar la memoria mientras paseábamos.

Adelfas de dos colores diferentes

 

Cuando llegábamos al “Garden” saludábamos a la única persona que solía estar a disposición del público:

 

–  Buenas tardes, venimos a comprar un saco de tierra de castaño, pero nos entretendremos un buen rato paseando por su “Garden”, porque nos gusta mucho ver sus flores y recordar el nombre de todas las que ustedes tienen. Espero que no le importe que nos pasemos un buen rato mirando y hablando. A la salida cogeremos el saco.

El saco de castaño cambiaba según el día por: un insecticida para acabar con las mariposas del geranio, una verbena de color violeta, sobres de hierro para las gardenias, etc. El resto del mensaje solía ser similar y lo repetía cada vez que íbamos al “Garden”.

Flor de hibisco

Me esforzaba en acentuar la palabra “recordar” al decirla. El amable jardinero nos sonreía y nos invitaba a pasar y a estar todo el tiempo que quisiéramos viendo sus flores. Creo que captaba lo importante que era para nosotros esta visita-paseo. Lo de menos era el saco de tierra, o cualquiera de los otros productos, que nos llevábamos.

Yo le dirigía una sonrisa amable y sincera. Agradecía la comprensión que demostraba cuando nos invitaba a pasar y a estar el tiempo que nos apeteciera.

Creo que una sencilla y discreta explicación facilita a las personas del entorno cotidiano, “los otros”, entender algunas cosas. Además, generalmente todo el mundo siente satisfacción cuando gracias a ellos otras personas se sienten bien. Por eso acentuaba también “su Garden” cuando hablaba con la persona que nos atendía. Sus flores, nos brindaban la magnífica posibilidad de pasar un buen rato y activar la memoria y me parecía bonito que lo supiera.

Flor de hibisco

“¿Lo conoces?”, me preguntaba mi padre.

“No, pero me gusta saludar amablemente a todo el mundo”, le contestaba.

Y el añadía:

“A mí también”.

Y es cierto. Siempre se ha relacionado bien con la gente, con todo el mundo, aunque ahora le cueste y en general muchas cosas y personas le produzcan extrañeza.

En el “Garden” hay muchas cosas que ver y sobre las que hablar. Las sucesivas vistas que le hemos hecho me han servido como detector de pérdida de memoria. Además de no recordar visitas anteriores, o vagamente, (hecho que hay que tomarse en la medida que se pueda, como una ventaja a la que hay que sacarle partido por el componente de novedad que entraña), he ido percibiendo cómo escapaban de su cabeza muchos nombres de plantas y flores conocidas y algunos recuerdos asociadas a ellas.

«Crosandra»: Flor desconocida para nosotros

Generalmente hacíamos un recorrido aleatorio por donde nos interesaba y nos deteníamos en los sitios que más nos llamaban la atención. A veces era él el que hacía una observación, otras era yo. Comentábamos por ejemplo la diversidad del color de las flores de una misma especie como los rododendros o las camelias, la vistosidad de algunas flores como las gazanias, lo elegante que nos parecía una planta determinada, etc. En el “Garden” siempre hay letreros y eso nos permitía ejercitar la lectura. Algunos nombres nos resultaban conocidos, otros nos sonaban familiares y otros no los habíamos oído en la vida. A menudo imaginábamos cómo sería tener mucho dinero para comprar el “Garden” entero y una casa con un jardín enorme para colocar todas las plantas y los árboles en él.

También en alguna ocasión hemos rememorado juntos algún rincón del jardín de la abuela, su madre, donde los primos habíamos pasado algunos veranos juntos. Hace ya tiempo que creo que no puede construir una imagen mental de él.  No obstante, yo le describía algunos rincones tal como los recuerdo y les poníamos las flores directamente en el “Garden”, así nos concentrábamos en lo que estábamos viendo y en los recuerdos verbales. Me parece una actividad bastante creativa, ahora que lo pienso. Nos convertíamos por un rato en recreadores del jardín de la abuela aprovechando las flores que íbamos encontrando y nos lo recordaban.

Romero

Se sucedían recuerdos dispersos y hablábamos, tocábamos y olíamos todo lo que podíamos. La sección de plantas aromáticas era de parada obligada. Paseábamos la nariz por encima del romero mientras yo lo agitaba un poco con delicadeza, y lo mismo sobre la lavanda y el tomillo. Cuando salíamos lo hacíamos atravesando una zona con helechos. Siempre le han gustado de una manera especial y ha tenido muchísimos. Ahora prácticamente no los reconoce y les presta poca atención. Un signo inequívoco de su deterioro.

En otros tiempos, ambos nos habíamos divertido con los helechos. Conservo una serie de fotografías que le hice un día, a petición suya, que titulamos: «El hombre-helecho«.

Helecho de los que le gustan

Se puso debajo de un ejemplar magnífico que tenía en aquella época y las largas frondas le hacían las veces de peluca vegetal. Nos reímos mucho haciéndolas. Hace poco, al rememorar el episodio, que él no recuerda, pero le referí con detalle, le propuse que participara en una nueva y simpática serie: «El hombre-glicinia«. Posó con gusto para mí bajo la enredadera florida del domicilio familiar y lo hizo con mucha coquetería. Las fotografías que hice forman parte de mi colección privada.

Glicinia (floración de verano)

No sé si podremos volver al “Garden”. Lo escribo con pena. He revivido agradablemente algunos de los ratos que hemos pasado juntos en él mientras escribía este artículo y he acabado acercándome a él para pedirle al amable y comprensivo jardinero que me dejara hacer unas fotos para ilustrar este artículo.

No es el alzhéimer, sino los problemas de movilidad, atribuibles a su edad y a su cojera de nacimiento, los que están limitando últimamente los escenarios posibles para ir a pasear. 

Sin embargo, siempre trato de considerar las nuevas limitaciones que va apareciendo como nuevas oportunidades. No tengo ninguna duda de que encontraremos nuevos espacios para compartir nuevas experiencias, que tal vez también puedan ser objeto de un nuevo artículo.

 

¿Dónde están los otros?

 

Foto: Pixabay

El título de este artículo se corresponde con una pregunta que mi padre, enfermo de alzhéimer, sé que hace a menudo: «¿Dónde están los otros?»

No la formula cuando yo estoy con él, aunque en más de una ocasión me ha hecho preguntas similares como: “¿Y no hay nadie más?” O, “¿no viene nadie más?” O “¿no iba a venir no sé quién?”

No sabemos exactamente a quién se refiere con “los otros”, cuando lo dice. Él no puede explicarlo, aunque se le pregunte por la identidad de esos “otros” y creo que generalmente tampoco encuentra la respuesta entre las sugerencias que se le hacen.

Yo tengo la impresión de que “los otros” no tienen una identidad fija, aunque sí están ligados a un concepto fijo que se podría explicar como el deseo implícito de estar en compañía de otras personas. Esos “otros” aparecen porque probablemente experimenta sensación de soledad en muchos momentos y formulando la pregunta hace explícito de algún modo su sentimiento.

Patio de butacas del colegio todavía vacío. Completamente.

Ahora que prácticamente sólo recuerda en momentos determinados algunos episodios difusos de su infancia, y anécdotas y hechos dispersos, creo también que en ocasiones “los otros” podrían sus padres y sus hermanas o bien algún primo o familiar al que estuvo muy unido. No aparecen a la hora de la cena como tal vez él presupone que van a hacer o querría charlar un rato con ellos y no sabe dónde encontrarlos.

En realidad, quiero hablar de esta frase desde otra perspectiva que tiene que ver con lo que a mí me ha hecho pensar. Tiene que ver con las personas que han formado parte de la vida de los enfermos de alzhéimer, (no me refiero sólo a mi padre, sino a todos) y acaban por desaparecer de ella, a causa de la enfermedad. He estado reflexionando sobre ello y entiendo que sea así, aunque me gustaría poder hacer algo para que fuera de otro modo.

Foto: Pixabay

A medida que los recuerdos desaparecen, la relación con otras personas del entorno cotidiano cercano empieza a revestir complicaciones. Se vuelve incómoda a causa de la incomprensión que sufren ambas partes muchas veces.

Las personas con las que los enfermos se relacionaban habitualmente antes de la enfermedad no comprenden que no puedan acordarse de ellas. Especialmente cuando empiezan a producirse este tipo de situaciones. Cuando coinciden, se esfuerzan por hacer emerger en la conversación múltiples detalles que los hagan recordar los momentos y circunstancias que han compartido juntos.

Los enfermos, por mucho que lo intenten, no comprenden qué hacen esas personas que tienen la impresión de no haber visto en su vida, intentando convencerles de que han hecho cosas juntos que no recuerdan en absoluto. Sienten desconcierto y se sienten incómodos de oír repetidas veces frases como: … «sí, ¿no se acuerda?»… «pero como puede ser si … ¿no se acuerda?».

Pues no, no se acuerdan ni lograrán hacerlo probablemente porque no depende de su voluntad que lo hagan sino de la enfermedad, que no se los permite. Ésta les va arrebatando progresivamente los fragmentos que configuran su biografía. Sus identidades se diluyen irremisiblemente y con ellas, también las de “los otros”.

Eso también explica, creo, que los enfermos no puedan entender que tengan la edad que tengan. No encaja con sus recuerdos porque éstos han desaparecido. ¿Cómo van a tener 86 años si no recuerdan haber vivido y tal vez al levantarse por la mañana han expresado su intención de ir al colegio? No se va a la escuela con 86 años y eso, a veces, sí lo saben.

Anotación de mi padre sobre uno de los diseños de uno de sus cuadernos de dibujo

Encuentro coherencia en este no reconocimiento de la edad. Sus cerebros ajustan los años que presuponen que tienen, aunque no lo digan, a la cantidad de recuerdos que conservan, aunque sea de forma difusa. Por eso, probablemente, también expresan que se sienten capaces de hacer cosas que a los demás nos parecen impensables, aunque luego no las hagan realmente. Hablo de cómo se perciben a sí mismos. Ellos se perciben capaces y el entorno todo lo contrario. Resulta complejo combinar ambas perspectivas.

“Los otros” acaban por sentirse incómodos cuando coinciden con los enfermos. Los que antes fueron sus amigos, clientes, compañeros de asociación, vecinos y un largo etcétera. A pesar de sus bienintencionados esfuerzos no consiguen hacerse un lugar en sus cabezas y acaban generalmente por evitar los encuentros. Creo que resulta explicable. Cuando desaparecen de las cabezas de los olvidadizos enfermos de alzhéimer no resulta fácil comunicarse con ellos. No lo es para su entorno más íntimo y privado, así que con más razón para los que no pertenecen a él.

Imagen: Pixabay

Hay otra razón que yo creo que también contribuye a hacer difícil la comunicación con estos enfermos y se da cuando “los otros” no saben qué les pasa. No suele hablarse abiertamente de la enfermedad y menos si ellos están presentes (o así debería ser). Y aunque se hable, tengo la impresión de que hay vivir cerca del alzhéimer para entender cómo se manifiesta. Tampoco es fácil abordar el tema y dar explicaciones, ni se presentan a menudo ocasiones de hacerlo.

Los “otros” sencillamente empiezan a notar que a aquellos a quien hace años que conocen les pasa alguna cosa. No saben qué, aunque algunos tal vez se lo imaginan. Adoptan actitudes muy diferentes: tratan de hacer preguntas disimuladamente, hacen gestos de extrañeza, lanzan miradas de complicidad, sonrisas forzadas, sonrisas cordiales y palabras amables, etc. Un amplio catálogo de posibilidades que revelan posiciones diversas y también cómo se sienten “los otros”. Muchas veces no saben cómo afrontar la conversación. No están preparados para ello.  Lo entiendo perfectamente. Nadie lo está de antemano, hacen falta muchas horas de práctica y aún así no siempre es fácil.

Foto: Pixabay

A medida que la autonomía de los enfermos se reduce y disminuyen habilidades y capacidades, el círculo de personas con las que mantiene relación mengua sin remedio.

Y cuando ello ocurre, la pregunta que hace a menudo mi padre adquiere un sentido genérico.

¿Dónde están los otros?

 

Es como si se ampliase su significado y ese “otros” englobara a un “OTROS” mucho mayor que unas pocas personas en concreto de su vida.

Cuando el círculo de relaciones se reduce para el enfermo, también lo hace para la persona que lo cuida.

Soledad y alzhéimer acaban por ir de la mano.

Foto: Pixabay

 

Y “los otros” tal vez se pregunten qué debe haber pasado con el olvidadizo señor X o la olvidadiza señora Y. Durante una temporada los siguen viendo en compañía de otras personas, pero con el tiempo acaban por dejar de verlos. Desaparecen de sus vidas, aunque probablemente no de sus cabezas, por lo menos durante un tiempo, que estimo podría ser proporcional a la calidad de la relación que tuvieron con dichas personas.