Últimamente me pregunto a menudo: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo podré seguir manteniendo la bonita relación que me une a mi padre? ¿Conseguirá el alzhéimer destruirla, igual que ha hecho con la mayor parte de sus recuerdos?
Procuro no quedarme atrapada en la pregunta. Me gustaría borrarla y encontrar la manera de esquivarla, que mi cabeza no la formule, pero cada vez con más frecuencia, cuando cuelgo el teléfono después de hablar con él, no lo consigo.
El anterior artículo de esta sección del blog, titulado: “26 Enanitos”, lo he dedicado a relatar resumidamente lo que nos ha unido este último año y he obviado deliberadamente hacer referencia al deterioro físico y cognitivo que progresivamente y sin freno, va experimentando.
Os invito a leer dicho artículo antes que éste, pero para quien no lo haga, quiero indicar que la palabra “enanitos” que aparece en este texto debe interpretarse como sinónimo de mis alumnos de segundo curso de primaria.
No puedo negar que cada vez es más difícil entablar conversación con él. Los enanitos me han brindado la oportunidad de conseguirlo durante unos meses, pero el 1 de junio, mientras hablábamos por teléfono, la conversación entró en el terreno del surrealismo más genuino y sorteé como pude un episodio en el que se mezclaron enanitos con ballenas y calamares gigantes y el expresidente Rajoy.
Me resultó imposible encauzar la conversación y deshacer el tremendo lío que poblaba su cabeza en aquel momento. Cuando colgué el teléfono anoté la fecha mentalmente. Nunca había llegado a tal grado de confusión.
Desde entonces ocurre con frecuencia que la conversación con él adquiere tintes surrealistas. Es como si tratara de encajar piezas que pertenecen a diferentes puzles. El resultado no es consistente. Las piezas no acaban de encajar bien y no consiguen formar una imagen completa. Cuando parece que sí, una pieza nueva irrumpe en el juego. Llega del presente inmediato o del pasado más remoto y trata de compartir espacio con las otras sin conseguirlo.
Su cerebro se deteriora, cierto. Y a la vez hace lo imposible por tratar de pervivir y seguir conectado con la realidad. Las operaciones que realiza y las estrategias que pone en juego hacen que yo también perciba su deterioro en términos de resistencia. Su cerebro se resiste a dejar de ser plástico y crear conexiones y hace todo lo que puede por mantenerse dinámico, aunque el resultado nos parezca absurdo. No tengo duda alguna.
Pienso que mientras se resista, hay posibilidades, por pequeñas que sean. Posibilidades de seguir comunicándonos y mantener nuestra bonita relación. Y las busco.
La búsqueda pasa por seguir compartiendo con mi padre todo lo que se me ocurre. Mi mente artística me ayuda. Me ayuda a seguir diálogos surrealistas y a introducir cachivaches y artefactos para enanitos, en nuestra relación.
Dicho así suena surrealista, lo sé. Estoy adquiriendo práctica a marchas forzadas y dicen que todo se pega… Lo escribo esbozando una sonrisa. Mi padre y yo siempre hemos compartido ideas que a los demás les hubieran parecido alocadas ¿Qué hay de malo en seguir haciéndolo?
Al llegar las vacaciones se me planteó un problema inesperado. ¿Cuál iba a ser nuestro tema favorito de conversación a falta de enanitos fantásticos?
No creo haberlo dicho hasta ahora: mis enanitos han ejercido en mi una terrible fascinación que no ha desaparecido durante el verano. Algunas ideas que me han quedado pendientes de explorar durante el curso escolar han encontrado el momento de emerger durante estos días. Así ha nacido una colección de mini hoteles para insectos, varios modelos de calculadoras y una pequeña flota de turismos y coches deportivos, que esperan en casa a cambiar de escenario y activar aprendizajes y experiencias divertidas.
He tenido ocasión de compartir con mi padre todos los inventillos que he construido a lo largo del verano.
Uno de mis enanitos fantásticos, pillo, inventor y constructor de vocación, me ha contagiado las ganas de explorar en el terreno de la automoción. Tenía ganas de hacer pruebas reutilizando materiales y de construir coches sólidos y funcionales que no se rompan con la menor acción, que no pierdan las ruedas, que puedan utilizarse para jugar y para aprender un sinfín de cosas, conectándolos con conceptos de ámbitos diferentes. Empecé con algunas ideas sencillas y he ido añadiendo materiales y probando diferentes mecanismos.
Me gusta jugar, inventar y construir y a mi padre también. Es uno de los aspectos que me permite recordarle nuestro parentesco cuando aparece la oportunidad en el transcurso de una conversación. Entonces, sale a colación el refrán: “De tal palo tal astilla” y le explico entre risas que con lo que a él le gusta jugar, no es de extrañar que yo, su hija, haya heredado su misma afición y otras cuantas… A él le gusta que se lo recuerde y disfruta cuando las podemos compartir.
En cuanto empecé a divertirme construyendo sencillos vehículos pensé en enseñárselos y en pedirle opinión y consejo. Se trata de que participe aportando ideas en la medida que pueda y no de que asuma el papel de receptor pasivo.
En algún momento he llegado a la conclusión de que es más fácil entablar diálogo con él en torno a objetos físicos y reales que pueda observar y manipular que hablar de cosas que no vemos.
Primero le conté por teléfono en qué estaba trabajando y así recuperamos en cierto modo a los enanitos. Después siguieron las visitas en directo con los diferentes prototipos delante. Estuvo examinándolos y haciendo pruebas para comprobar el funcionamiento de las ruedas.
En la primera sesión de contacto se atrevió a amonestarme con cariño por no haber trabajado con mucha precisión dado que las ruedas de uno de los vehículos efectuaban al girar una trayectoria extraña. Sugirió que empleara imanes para impulsar uno de los modelos e intentó imaginar algún mecanismo que lo permitiera.
Sus observaciones me llevaron a probar nuevas soluciones, materiales y también acabados. El coche deportivo tomó forma cuando le incorporé unos vistosos tubos de escape y le pinté la carrocería. ¡Sólo le falta el piloto!
Entonces apareció en escena el señor Perkins. Surgió entre mis dedos a partir de una pequeña porción de plastilina. Con inmensa sonrisa y ojos bien abiertos se instaló cómodamente en el bólido.
En cuanto mi padre lo vio, esbozó una sonrisa encantadora y alargó la mano para verlo de cerca.
–Te presento al señor Perkins-, le dije divertida mientras observaba su reacción.
No tengo duda de que le gustó. Su expresión, su mirada ensoñadora, lo indicaba a las claras. No le expliqué que el nombre del conductor del bólido es una especie de homenaje a una enanita fantástica que no forma parte de mi grupo, pero con quien he tenido relación este año. Le he puesto al piloto el nombre de su máquina de escribir braille. Creo que no habría entendido la explicación, pero estoy convencida de que en otra época le hubiera gustado saber sobre su origen.
Sí le expliqué la cantidad de cosas que se me han ocurrido que se podrían hacer si cada enanito se construyera un coche y el partido que creo que se le podría sacar al propio proceso de construcción. Le pareció muy interesante y sugirió algunas cosas.
Mientras impulsaba uno de los cochecitos sobre la mesa con mucho cuidado, probando el giro de las ruedas, me dijo de pronto:
–Oye, a mí también me gustaría construir alguno.
Nos miramos y nos reímos los dos con complicidad. Mi cabeza barajó por unos instantes la posibilidad de llevarle un conjunto de piezas para que hiciera pruebas, pero la desestimé en un santiamén. Ya no puede hacer actividades solo. Necesita compañía constante y que lo guíen.
Instantes después supongo que el contacto con el coche lo transportó a otra época y topó con un recuerdo extraviado de su infancia: el Mecano. Un juego de piezas metálicas de la época que le permitía hacer todo tipo de construcciones e incorporar sencillos mecanismos. Estuve a punto de dedicarle un artículo entero hace tiempo. Tal vez un día recupere las notas que conservo y lo haga. Su recuerdo nos dio pie a hablar con emoción de poleas, ruedas, ruedas dentadas, grúas, brazos giratorios, etc.
Sentados bajo el tilo, en su jardín, en la sala de estar, o en el comedor, hemos compartido buenos ratos este verano. Ratos de conexión y complicidad que me han hecho olvidar por momentos la pregunta que me inquieta últimamente y que ha dado nombre a este artículo.
Sin embargo, nuestras conversaciones por teléfono y en directo tienen efectos secundarios imprevisibles que no soy capaz de anticipar. La noche que siguió a una de mis visitas anduvo buscando las llaves de su coche, asegurando que lo tenía aparcado en la calle. Por lo que me han contado, resultó difícil persuadirle para que abandonara la búsqueda. Y hace un par de días me contó ilusionado que volvía a tener coche, pero cuando trató de explicarme algo en relación con él me dijo contrariado que había olvidado dónde estaba exactamente, así que le contesté que no se preocupara que seguro que aparecería. No supe muy bien qué efecto tuvo mi respuesta. Me pasa a menudo.
Su cabeza intenta encajar piezas y se mezclan los puzles. Pasado y presente, ficción y realidad.
Su último coche hace tiempo que desapareció de su vida. Era un Opel corsa y le llamaba: “el ferrarito”. A mi padre le hubiera hecho ilusión tener un Ferrari. Tal vez se haya imaginado estos días conduciendo el bólido del señor Perkins… Y si es así, no es de extrañar que no recuerde dónde está aparcado…