La identidad de los enfermos de Alzheimer se desintegra progresivamente de forma inexorable. La de sus acompañantes, también. En mi caso, se desintegra y multiplica a la vez.
Hace ya mucho tiempo, años, que trato de afrontar de la mejor manera posible este doble proceso. No fui consciente al principio de la enfermedad de mi padre de que mi propia identidad sufriría cambios. Sólo fui consciente de que él sería víctima de este proceso ineludible.
Cuando los recuerdos van desapareciendo paulatinamente y los enfermos ya no pueden recordar, ni siquiera a grandes rasgos, los episodios que han determinado su vida no hay estrategia que valga para tratar de preservar su identidad y la de las personas que los rodean.
Cuesta entenderlo y resulta difícil asumirlo. De nada sirve tratar de resistirse, hay que acabar por aceptarlo. Yo sólo puedo hablar de mi experiencia, pero tengo la impresión de que algunos de los pensamientos y sentimientos que a mí me genera este proceso es posible que también los tengan y experimenten otras personas que estén viviendo una situación similar.
Últimamente tengo la impresión de que la relación de parentesco que me une a mi padre ha desaparecido prácticamente del todo de su cabeza. No es una desunión permanente, a ratos parece que recuperamos los lazos que nos unen, pero es difícil saber cuándo es así y cuándo no.
Llevo meses tratando de preservar el binomio hija-Marta pero cada vez con más frecuencia ambos conceptos se disocian completamente. En algunos momentos tiene claro que soy su hija, pero no Marta. En otros soy Marta, pero no su hija. Siempre intuye sin embargo que soy alguien querido y cercano. O por lo menos, yo lo percibo así.
Las confusiones sobre mi identidad se hacen evidentes de forma diferente según si hablamos en directo o por teléfono. Ya hace tiempo que las conversaciones diarias que mantengo con él van precedidas de maniobras de orientación que le recuerdan el binomio hija-Marta, antes de que empecemos a hablar. Sin embargo, a medida que van pasando los minutos tengo la impresión de que el binomio se diluye y llevo semanas tratando de introducir frases que refuercen nuestro vínculo y relación. Algunos días, no estoy segura de si realmente he logrado que no se olvide antes de colgar, de con quién está hablando. Otros días tengo claro que esto no ocurre y podemos mantener charlas fluidas.
Cuando trata de explicarme alguna experiencia que hemos vivido juntos, es cuando más se pone de manifiesto últimamente la confusión sobre mi persona. He hecho una lista de las identidades que he asumido hasta ahora, en los últimos tiempos:
- Mi amigo el delgadito
- El amigo de mi marido
- Mi marido
- Un compañero de la escuela
- Un amigo
- Un hombre
- La Gómez Aracil
- Ricardo
No sé si alguien se habrá dado cuenta: he cambiado de género. Exceptuando la Gómez Aracil, todas mis otras identidades son masculinas.
De nada sirve preguntarse por qué motivo me he convertido en los últimos tiempos en un hombre. Lo único que cabe es aceptarlo. Me digo a mi misma que es preferible hacerlo con sentido del humor tratando de encontrar el punto gracioso y creativo que hay en ello.
Nunca pienso que él se haya olvidado de mí, ¡para nada! No puede acordarse de quien soy exactamente, que desde mi punto no es lo mismo y eso no impide además que podamos seguir disfrutando haciendo cosas juntos.
Ayer me contaba que alguien, un hombre, había pintado dos de sus minimandalas. Tenía claro que no los había hecho él y traté de explicarle que había sido yo, que los hice con su permiso y aprobación previa, que había estado luego haciendo pruebas con un pincel para ver qué tal quedaba el dibujo después de pasarlo ligeramente humedecido sobre el papel, porque los lápices de colores que usa son acuarelables.
Le gustó esta última palabra y la repitió unas cuantas veces, pero pronto entramos en un bucle en el que aparecía un hombre con un pincel y fue complejo salir de él. Tuve la sensación de estar disolviéndome como una pincelada de acuarela sobre el papel. Y traté de resistirme. Intenté recordarle un montón de detalles, hilvanando sus fragmentos confusos, procurando poner de relieve el interés que ambos compartimos por los mandalas y algunas cosas que hacemos juntos. Y lo que hice en realidad fue poner de manifiesto la cantidad de cosas de las que no puede acordarse.
¿Hice bien tratando de resistirme? ¿No hubiera sido mejor abandonarme a la disolución y tratar de dejar sencillamente una bonita impronta, como hace la acuarela sobre el papel?
Me resulta fácil preguntármelo ahora, pero es complejo incorporar estos razonamientos en el momento en que estoy tanteando las posibilidades de la conversación con él. No siempre sé qué hacer.
A veces me diluyo sin problemas y otras me da la sensación de que me resisto a ello.
En muchos momentos él no sabe quién soy. No puede ponerme nombre ni cara. Las palabras y las imágenes que se extravían en su cabeza le juegan una mala pasada y el binomio conceptual hija-Marta se debilita.
Sin embargo, percibo que el binomio emotivo padre-hija que nos ha mantenido unidos toda la vida, permanece. Es como si mi identidad emocional conservara aún su consistencia.
Tal vez acabe cambiando de estado y se volatilice como los gases. Quiero pensar que podré preservarla bajo una campana de cristal como la que ahora contiene y retiene a mis milanos de miraguano.