Los Montes es el lugar donde mi padre pasó su infancia, cerca de Málaga. Conserva todavía vagos recuerdos de aquella época.
Hace tiempo localicé una fotografía antigua de la casa donde vivió con sus padres y sus hermanas mellizas. La pusimos en un álbum, junto a otras de aquellos años. De vez en cuando lo hemos estado viendo y comentando juntos, reviviendo rostros y personas, anécdotas y experiencias y poniendo nombres a algunas caras cercanas que se han ido convirtiendo en desconocidas.
Hace tiempo sin embargo que no lo hacemos. A medida que sus recuerdos se desvanecen más complicado es a veces tratar de revivirlos. Siento que es preferible dejar que se desvanezcan por mucho que duela.
El día que le mostré la fotografía de la casa recordó de pronto con emoción su cuarto de juegos, justo en la habitación que había tras la ventana de la derecha.
Los Montes constituyen todavía para él un grato recuerdo, aunque sea vago y se vaya desintegrando progresivamente. En otra época hablaba de ellos describiendo olores, sabores, sonidos, colores, etc. Yo creo que los percibió con todos sus sentidos cuando era un niño y ahora, algunas experiencias sensitivas son capaces de activar gratas emociones relacionadas con ellos.
Hace ya tiempo, cuando tengo ocasión, vamos a pasear juntos por los montes. En quince minutos en coche, subimos a lo alto de la cordillera prelitoral de la comarca del Maresme, en un punto cercano a Barcelona. Conocemos un mirador desde el que se divisa el mar ocupando todo el horizonte, Barcelona y otras ciudades próximas, la silueta de la montaña de Montserrat, etc.
La primera vez que lo visitamos se sintió transportado a los Montes de su Andalucía natal y Barcelona se transformó en Granada y en algún lugar del mar emergió el peñón de Gibraltar.
Desde entonces, hemos estado en el mirador unas cuantas veces y en los últimos meses hemos incrementado la frecuencia de los paseos por los montes. La primavera llena el campo de flores y de otras cosas sumamente atractivas.
El paseo, lento y ascendente, por senderos sin asfaltar que atraviesan los bosques de pinos ahora gravemente afectados por un escarabajo demoledor que ha obligado a talar innumerables ejemplares afectados, le hace rememorar muchas sensaciones de su infancia.
En algunos lugares puedo circular lentamente junto a los márgenes donde crecen las esparragueras y descubrir desde el coche algún intrépido espárrago creciendo entre las hierbas. Entonces detengo el coche y bajo a cortarlos. Él es el encargado de sujetarlos mientras yo conduzco y no ceso de alabar su aguda visión entre parada y parada. A veces, las tentativas resultan infructuosas. Le encantaba ir en su busca cuando era niño y vivía en los Montes.
También cogemos flores y hierbas. Últimamente la retama ha sido la protagonista. Él la recuerda de Málaga. Despide una fragancia muy agradable, aunque creo que él no la percibe a casusa del alzhéimer, que afecta el olfato de alguna manera, o eso creo. No obstante, aspiramos los dos las flores que cortamos y comentamos lo bien que huelen. Me cuenta que cuando estaba seca, la usaban para encender chimeneas y braseros y tiene la impresión de que la llamaban “bolina”. He buscado información y no he encontrado de momento referencia a este término.
Tras las excursiones a los montes, él me suele contar que ha estado en ellos, pero nunca ha sido conmigo. Sonrío cuando me explica lo bien que lo ha pasado. Y luego se olvida enseguida, o eso creía yo.
El sábado, cuando hablé con él por teléfono, me contó que hace ya un par de meses sale a pasear con un amigo, un hombre, a los montes. Me explicó en plan secreto que se lo pasan en grande cogiendo espárragos desde el coche. Él otea el margen y en cuanto ve uno, avisa a su amigo, que para y sale a cortarlo.
Me siento feliz cuando me doy cuenta de que sí se acuerda de las excursiones que hemos estado haciendo. Lo que menos me importa es que se acuerde de con quién ha ido. Se acuerda del contenido sensitivo y emocional de ellas.
Le dije que me parecía fabuloso que pueda disfrutar de los paseos con su amigo. A ninguno de los dos nos sale nunca su nombre… aunque sabemos quién es…
Y me preguntó: –Oye, ¿tu conduces? Y me entró la risa, no lo pude evitar y le dije: Si, por supuesto, y si te apetece, un día vamos los dos a pasear a los montes.
El último día que estuvimos en ellos fue el viernes pasado y el comentario lo hizo el sábado cuando hablamos por teléfono. Esta vez sin embargo se refirió a que llevaba como dos meses subiendo con frecuencia, cosa que es cierta.
En el mirador estuvimos charlando animadamente de muchas cosas y haciendo fotos. Le conté que me fascinan los milanos que producen algunas flores y corté unas cuantas inflorescencias maduras, con las semillas a punto de emprender el vuelo. Estuvo posando para mí, mientras soplaba milanos al viento y nos reíamos pensando en la cantidad de deseos que podíamos pedir de golpe.
Cuando íbamos de vuelta, camino a casa, hizo otro comentario que ya indicaba a las claras que conserva recuerdos de otros días.
Me dijo:
–Oye, menos mal que ya me he acostumbrado a pasar por aquí, porque los primeros días pensé: Pero muchacho, ¿Dónde te has metido?
Y sonreí al recordar que durante la primera excursión no dejó de repetir: si me viera mi padre por estos caminos…
Algunos días vamos en Panda, un coche ideal para circular a velocidad de espárrago, por caminos de montaña sin asfaltar, con algún que otro bache por decirlo de una manera suave. Convierte el paseo en una auténtica aventura, y a los dos nos gusta …
¿Pandeamos?, me preguntó un día, hace ya mucho tiempo. Pandeemos, contesté.
Y nos entró la risa a ambos, como tantas veces.