Escuchar de boca de alguien entrañable cómo un ovillo de hilo para hacer ganchillo se puede convertir en un nexo emocional que mantiene unidas a dos personas a pesar de la creciente distancia que impone el alzhéimer, me ha ayudado a escribir este artículo, que insinué en el anterior.
El ovillo también ha propiciado que el día antes de redactar el borrador de este artículo me atreviera a tratar de repetir la actividad que compartí con mi padre la tarde de su 88 cumpleaños. Aunque dice el refrán que “Nunca segundas partes fueron buenas”, quise volver a usar el objeto que utilizamos aquella tarde, centrándome en su carácter de nexo emocional, inspirada por el ovillo.
He comentado en más de una ocasión que a pesar del alzhéimer, siempre me ha movido el deseo de compartir actividades con mi padre. Es muy diferente de pensar en entretenerlo. Compartir implica que participamos los dos y trabajamos codo a codo con un objetivo común. La relación que se establece entre nosotros es recíproca. Entretener, desde mi punto de vista implica una relación un tanto jerárquica en la que uno trata de que el otro disfrute de alguna actividad y aunque tal vez también participe la implicación es mínima.
Mi padre y yo compartimos actividades y nos entretenemos juntos cuando tenemos ocasión y nos vemos en directo. Hacemos ambas cosas, porque el verbo “entretenerse” a diferencia de “entretener”, es pronominal y se construye en todas sus formas con pronombres reflexivos que concuerdan con el sujeto. Significa divertirse. Y eso es lo que hacemos.
Hay una pregunta clave que constituye muchas veces el inicio de las actividades que compartimos: ¿Me ayudas? Presupone de entrada muchas cosas. También influye el tono con que la pronuncio: denota un sincero deseo de contar con él para hacer algo. Lo hace sentirse útil casi al instante y tanto su cuerpo como su mente se tornan más activos y receptivos a los estímulos que llegan del exterior.
El ovillo me ha ayudado a entender que el gesto y la proximidad en el espacio pueden ser tan importantes como las palabras. Éstas dejan progresivamente de tener sentido para los enfermos de alzhéimer y acaban por perderse.
No sé cuándo tendré que renunciar a las palabras para comunicarme con mi padre. Todavía podemos compartir muchas. Sé que llegará un momento en que no será posible seguir haciéndolo, así que aprovecho ahora que sí lo es y comparto con él tantos gestos y palabras como puedo.
La tarde que mi padre cumplió 88 años y la del día antes de escribir el esbozo de este artículo, estuvimos trabajando juntos con una trituradora de papel. Es una maquinita sencilla que se compone de dos piezas desmontables: un contenedor de plástico transparente para recoger las tiras trituradas y una pieza que se acopla encima, con una ranura en la parte superior para introducir el papel y unas cuchillas que cortan en su interior y que se accionan dando vueltas a una manivela.
Obviaré por diferentes razones todas las palabras que podría utilizar para contar los motivos por los cuales llevo dos años experimentando con dicha maquinita. Una de ellas es que he dejado de explicarle a mi padre algunas de las ideas en las que estoy trabajando. Percibo que cada vez más le cuesta entender determinadas cosas y ante la duda, prefiero no incomodarlo y evitar que se pongan en evidencia sus dificultades de comprensión. Aunque ahora no lo recuerde, ha participado de estos dos años de experimentos y he disfrutado compartiendo con él las ideas que me han llevado a utilizar la máquina con propósitos diferentes y también contándole algunas de las experiencias que he llevado a cabo con niños y con adultos de mediana edad. Ahora, gracias a él, podré sumar también la tercera edad y el alzhéimer.
Hasta ahora sólo habíamos conversado sobre el tema. Nunca le había invitado a usar la máquina. El ovillo, ya lo he dicho, me ha dado nuevas perspectivas sobre algunas cosas. Quise tratar de repetir la actividad porque también pensé en algo que he comentado en alguna otra ocasión. Cuando podemos hablar sobre lo que estamos haciendo, que en este caso implicaba tocar, accionar, presionar, ver, sentir, etc., la conversación resulta mucho más fluida.
Esta vez decidí pedirle que me ayudara a triturar papel, sin excesivas explicaciones previas. Empezamos con un gesto y luego le pusimos palabras. Fue como invertir en cierto sentido el proceso habitual.
Hay otro motivo que últimamente también me hace ser cuidadosa con las cosas que le cuento, debido a lo que yo llamo conversaciones espejo. Él se apropia de mis relatos y los duplica de manera que su actividad diaria es un reflejo de la mía (de lo que yo le explico). Si a mi me preocupa alguna cosa, a él también le ocurre lo mismo. Si yo estoy imaginando estrategias para resolver algún problema educativo, él también. Si ando pintando pelotitas de papel, él me dice que ídem.
A veces, problemas y preocupaciones sin trascendencia que son el centro de una de nuestras conversaciones diarias por teléfono, emergen en momentos inesperados, distorsionados y fuera de contexto y provocan situaciones familiares complejas. Trato de evitar por tanto hacer referencia a algunas cuestiones que pienso que pueden provocarle cierta inquietud. Aún así, no sé si lo consigo. No resulta fácil prever las consecuencias de algunos comentarios o del relato de algunos episodios aparentemente inofensivos.
Las dos tardes en que me estuvo ayudando, él accionaba la manivela y sujetaba las hojas de papel mientras la ranura de la maquinita las engullía. La tarde de su cumpleaños las iba contando él. No tuvo dificultad en hacerlo hasta 5, pero sí para saber por qué número iba y si ya había dicho por ejemplo el 3 o todavía no. La segunda tarde, fui yo quien llevé el recuento del número de hojas.
Después de triturarlas sacaba las tiras del contenedor y me ayudaba a darles forma. Seguidamente yo le ponía cinta adhesiva para unir y compactar el papel.
La primera tarde hicimos un muestrario de esferas de tamaños diferentes que ahora consulto para decidir la cantidad de papel que necesito, cada vez que quiero hacer una.
La segunda tarde estuvimos probando una nueva forma: una especie de croqueta alargada con vocación inicial de cilindro. Tras consultarle, me propuso cómo pintar el primer prototipo: el fondo amarillo y encima crucecitas. Sin querer, me salieron triángulos en vez de cruces cuando horas después la acabé de pintar en casa. Tengo la impresión de que la acabaré modificando para respetar su propuesta.
Gracias a las pruebas que hice con él, he seguido construyendo nuevas piezas. Pinté la última sin un propósito concreto. A veces parece que son los propios colores y la punta del rotulador los que deciden el diseño. Cuando la vi acabada me entró la risa. Tengo que enseñársela para ver lo que le sugiere…
No voy a desvelar el motivo de mi risa. Cada uno es libre de establecer las asociaciones y conexiones que quiera…
El ovillo me ha hecho pensar que es posible compartir buenos momentos con los enfermos de alzhéimer, aun cuando la enfermedad esté en un estado avanzado. La carga emotiva que a veces poseen los pequeños gestos son los que importan.
No hace muchos días mi padre me dijo en el transcurso de una conversación telefónica que no hay que olvidarse de disfrutar de las pequeñas cosas. Su comentario no fue gratuito. Estaba relacionado con lo que estábamos hablando y tenía relación con la escuela y alguna actividad que había hecho con los niños.
Escribí su frase en un papel como siempre hago cuando dice cosas que me llaman la atención y me pareció maravilloso que todavía fuera capaz en cierta manera de filosofar y de pensar y decir cosas bonitas. Me demostró también que estaba conectado con la conversación que manteníamos. La escuela le interesa. La suya y la mía. Sonrío mientras lo escribo. Gracias al efecto de las conversaciones espejo ahora emplea la expresión: «nuestra escuela«. Me pareció delicioso oírselo decir hace unos días. Lo pronunció con tono de pregunta y yo respondí afirmativamente con una sonrisa: Sí, sí, nuestra escuela.
Confío que ambos sabremos encontrar la manera de seguir disfrutando de pequeñas cosas, el tiempo que podamos compartir.